Breviario sobre cultura zombi

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Yo, Nosotros, Ellos

La trilogía sobre zombis de George A. Romero La noche de los muertos vivientes (1968), El amanecer de los muertos (1978) y El día de los muertos (1985), aborda una de las cuestiones fundamentales de los dos últimos siglos en la filosofía política estadounidense: individualismo vs. comunitarismo. El individualismo es la idea de que el éxito de una sociedad depende de la autosuficiencia: el esfuerzo individual, el ingenio y el emprendimiento. El Estados Unidos individualista es un lugar donde las personas pueden alcanzar su máximo potencial sin gobierno, normas ni jerarquías sociales: un lugar donde el individuo moldea la sociedad, y no al revés. El comunitarismo es la idea de que las sociedades prosperan más cuando sus ciudadanos cooperan. Los comunitaristas promueven la conexión vecinal y las actividades grupales. El Movimiento por los Derechos Civiles triunfó gracias a esto, muchos ciudadanos trabajaron juntos para anteponer las necesidades de la sociedad a sus propios deseos individuales. El individualismo y el comunitarismo se encuentran en la esencia del contrato social estadounidense aunque su balanza histórica se inclina claramente hacia el ideal individualista. La cultura política, histórica y artística estadounidense está plagada de “héroes solitarios” que se representan como salvadores y “hombres hechos a sí mismos” comportándose de una manera estrictamente individualista. Las películas de Romero abogan implícitamente por el comunitarismo haciendo críticas incisivas y agudas al prototípico individualismo estadounidense.

En El Leviatán Thomas Hobbes desarrolla su teoría del contrato social basada en que las personas se unen en comunidad básicamente porque están aterrorizadas. Hobbes afirma que la desconfianza procede de la naturaleza igualitaria de los hombres, a partir de esa desconfianza viene la guerra y sin estado civil autoritario esa guerra se convierte en una guerra permanente de todos contra todos. Para evitar ese estado de guerra perpetuo es necesario un poder autoritario que imponga límites y controle esa pulsión sanguinaria “natural”. En el capítulo XIII de la primera parte: Del hombre, comenta Hobbes: “Los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos. En efecto, cada hombre considera que su compañero debe valorarlo del mismo modo que él se valora a sí mismo. Y en presencia de todos los signos de desprecio o subestimación, procura naturalmente, en la medida en que puede atreverse a ello (lo que entre quienes no reconocen ningún poder común que los sujete, es suficiente para hacer que se destruyan uno a otro), arrancar una mayor estimación de sus contendientes, infligiéndoles algún daño, y de los demás por el ejemplo”. Hobbes apoya un régimen donde el individuo cede todo el poder existente al gran Leviatán, esto es, el Estado absolutista.

Los personajes dentro de la casa asediada en La noche de los muertos vivientes forman una comunidad unida por el miedo a ser devorados. Crean un aparato de gobierno en el que dos antagonistas masculinos compiten por una posición de poder mientras una horda de zombis avanza afuera: Ben vs. Cooper. Ben es el héroe de la postura comunitaria, involucrando a todos los sectores de su comunidad en la ecuación protectora. Cooper encarna la postura individualista del “sálvese quien pueda”; admite abiertamente que, aunque escuchó gritos arriba, se negó a arriesgar su vida subiendo a ayudar y prefirió quedarse en el sótano con su familia. Con el paso del metraje Romero subvierte los roles: tras matar a Cooper, Ben se convierte en el típico héroe solitario e individualista imponiendo su manera de actuar autoritaria e incluso refugiándose en el sótano como hizo Cooper. Pero no se salvará, al final un disparo certero acabará con él. Romero deja claro que la soledad individualista nunca va a triunfar en sus películas, y mucho menos un hombre negro con agencia y capacidad de decisión en una sociedad xenófoba y refugiada en las armas como la estadounidense.

Al comienzo de El amanecer de los muertos la amenaza zombi está en su apogeo. Dado que el contrato social ya se ha roto, cunde el pánico y vemos a los ciudadanos regresar a un estado de naturaleza hobbesiano. Los órganos habituales de control social, el gobierno y los medios de comunicación están al borde del colapso. Analistas televisivos intentan decir a la gente qué hacer para sobrevivir, pero nadie escucha porque todos están paralizados por el miedo a una muerte espantosa. Este miedo lleva a la declaración de la ley marcial en la ciudad. En esos momentos de colapso general se entregan las libertades individuales a una autoridad externa que, mediante la fuerza y la represión, promete la supervivencia (Leviatán). Mientras que en La noche de los muertos vivientes Romero retrata el fracaso del aislamiento individualista ante la horda de zombis, en El amanecer de los muertos muestra el siguiente paso: salir del estado de naturaleza, impulsado por el miedo a la muerte, a una situación social insostenible. El miedo y la anarquía son una excusa para matar a los otros. ¿A quienes se aniquila primero? A los grupos que la sociedad ha enseñado a temer más: negros e hispanos que viven en barrios marginales y han sido zombificados. El zombi es siempre el alienado, el extranjero. Y trae con él nuestro miedo a lo que viene de fuera: inmigrantes, minorías raciales, clases bajas… los otros, ellos, inhumanos.

Un tema recurrente de Romero es el nosotros contra ellos que se desarrolla cuando el contrato social se desmorona. La llegada de la amenaza zombi provoca que las personas se vean como grupos compartimentados. La masa zombi actúa como un detonante de deseos y pulsiones reprimidos (y no tan reprimidos) que desata la mentalidad retrógrada e individualista de proteger a los tuyos frente a los demás. Pero ¿qué pasa si los tuyos son mordidos e infectados? En El amanecer de los muertos los personajes no toman conciencia ética de la representación humana de los zombis hasta que su compañero Roger es contagiado. Peter, Stephen y Fran se enfrentan, entonces, a su imagen especular. La humanidad del zombi es mucho más difícil de ignorar cuando se trata de uno de los nuestros. El zombi es el otro que nos devuelve nuestro reflejo, un reflejo inundado por la degradación de la carne. En su fantástico libro Filosofía zombi Jorge Fernández Gonzalo lo expresa así: “El zombi nunca es sólo el otro temible del que hay que huir, es el yo, es mi yo reflejado, el doble oscuro, un carcomido dopplegänger o un infecto Narciso que reflejan mis propios temores, de los que no podré escapar nunca, porque no puedo frenar la infección, el maleficio, la plaga que me habita”. Cuando una pandilla de moteros (Romero se anticipa, en forma de perversión, a su maravillosa y malentendida película Los caballeros de la moto) quiere asaltar el centro comercial los protagonistas reaccionan con el típico individualismo provinciano, intentando defender lo que creen que es suyo: se creen propietarios de un templo consumista y vacío, un hogar creado artificialmente que representa su agradable cárcel de oro. Moteros y “terratenientes” se enfrentan entre sí en lugar de cooperar contra los zombis y salen mal parados. La falta de colaboración vuelve a hacer mella y los zombis siguen resistiendo gracias a su constitución comunitaria de masa desbordante e incalculable.

Esa masa se transforma en El día de los muertos en un objeto de estudio científico que muestra la construcción del Yo. Romero vuelve al enfrentamiento individualismo (los militares liderados por el autoritario capitán Rhodes) vs. comunitarismo (las curiosas relaciones entre el cuerpo científico y civil: Sarah, John y McDermott, con el añadido de la relación sentimental entre Sarah y el soldado Miguel). Pero el personaje más sugerente es el doctor Logan, rebautizado varias veces como Frankenstein. Logan se mantiene en un espacio liminal. No es un militar stricto sensu aunque posee una autoridad que le hace, en cierta medida, intocable ante los militares. Y, al mismo tiempo, sus prácticas científicas carecen de ética: alimenta a Bub (su zombi-cobaya) con la carne de soldados muertos, está obsesionado con el cerebro como activación del apetito zombi y pretende, de manera pavloviana, controlar el comportamiento de Bub para domesticarlo. Quien en un principio parece ser un viejo científico afable y risueño se va, poco a poco, convirtiendo en un mad doctor mucho más peligroso que los militares. Romero expone un claro paralelismo entre el militarismo totalitario y el cientificismo obsesivo y reduccionista (en este caso con respecto al cerebro); ambos tratan de controlar, colonizar y dominar bajo la justificación de la seguridad, el civismo o el utilitarismo social. Por lo tanto la posibilidad de revertir el proceso de zombificación no es vista como un mecanismo de liberación sino como un mecanismo más de imposición de poder.

El Yo-individuo es un efecto del poder. Da igual si el poder lo ejerce la familia, el ejército o la institución médica. La individualidad de Bub viene dada por determinadas estrategias médicas, científicas y militares, es decir, a partir de “dispositivos de poder” (Foucault dixit). Estos dispositivos de poder ejercen una violencia tremenda sobre Bub y el resto de zombis que se extrapolan de nuevo a los otros, los diferentes, los no-humanos. Los militares se pasan toda la película insultando de manera xenófoba tanto a los zombis como a los racializados Miguel y John e insinuando, con una clara misoginia, violencia sexual contra Sarah. Pero en El día de los muertos hay un pequeño giro narrativo con respecto a las otras dos películas de la trilogía: Bub se rebela. El zombi que intenta ser domesticado para “conseguir que actúe de la forma que queramos”, como dice Logan, se libera de las cadenas y regresa a su horda impersonal poniendo en práctica lo único que recuerda de su anterior vida humana: disparar una pistola. De nuevo, la violencia como formación del Yo, la manifestación literal de la imposición del poder constitutivo al Yo. Bub “decide” escapar de la humanidad y sus Yoes para volver a formar parte de su masa polimorfa, prehumana y perversa. Jorge Fernández Gonzalo lo expresa de maravilla: “El zombi representa esa perversión y esa polimorfia de la que se nos ha obligado a salir. Frente a la instrumentalización de los nuevos diseños en red de nuestra economía y de nuestro tejido ideológico y discursivo, el zombi se alza como la no-instrumentalización, lo in-diferente, lo disociado. El poder no forma unidad con él, no establece medidas válidas para su contención y utilización, y cuando eso sucede (domesticación del zombi, experimentos imposibles, reclutamiento) la empresa fracasa. Todo le resbala al zombi”. El zombi se constituye, así, como el anti-individualista por excelencia, es decir, el anti-Yo.

Sufrimiento, goce y anarquía

La representación del zombi plantea un nuevo paradigma del horror, el que consiste en seguir manteniendo, por toda la eternidad, una cualidad subhumana condenada a evocar sin remedio la condición ya perdida, como la ruina remite a la grandeza que ha quedado atrás. El mensaje, además de terrorífico, es radical e inexorablemente melancólico. Podemos afirmar que el zombi es el monstruo triste y sufriente por antonomasia, como el Nosferatu de Herzog donde Kinski no era un simple vampiro aristocrático lleno de maldad con una mueca cínica en los labios que gotean sangre, sino un ser sufriente y melancólico que anhelaba por su salvación. Pero ¿sufren los zombis? Debemos distinguir entre sufrimiento y dolor. El dolor es una respuesta biológica ante una amenaza o daño, un mecanismo inevitable. El sufrimiento es la interpretación emocional y psicológica que damos al dolor, una narrativa que protagonizamos. En el reduccionismo biologicista el dolor es individual. En la pluralidad socio-psicológica el sufrimiento es colectivo (aclaro que estas definiciones que he tomado son simplistas y ad hoc para la cultura zombi, en realidad ambos términos se pueden solapar, intercambiar y alterar; de hecho, estudios filosóficos serios sobre estos conceptos ahondan en sus significados desde perspectivas múltiples y mucho más reflexivas).

Paradójicamente, el zombi carece de dolor pero sí sufre. A pesar de estar reducido a mera carcasa y ser biología desnuda: boca, dientes, miembros, vísceras etc. no es capaz de responder ante el dolor, no siente ni padece. Se le dispara, cercena, amputa, decapita y no hay el menor atisbo de dolor. Se mueve lentamente ante humanos armados con hachas, machetes, pistolas, escopetas y sigue instintivamente su apetito, no posee el reflejo “natural” para huir de la amenaza. Pero el zombi sí sufre, porque forma parte de una narrativa que protagoniza (aunque no sea consciente) y esa narrativa se traslada colectivamente a nosotros de forma especular. Cada vez son más numerosos los casos de enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer o la demencia senil. ¿Cómo se les llama a las células viejas y enfermas que no pueden repararse adecuadamente y no mueren cuando deberían, causando este tipo de enfermedades? “Células zombis”. ¿Sufren los enfermos de alzhéimer o demencia senil? Por supuesto, y también sufre su familia, amigos y toda la sociedad que se dedica a sus cuidados porque estas enfermedades generan una imposibilidad de encontrar espacios comunes con respecto al diálogo, la memoria y el reencuentro. Así sufren los protagonistas de ficción zombi cuyos familiares o amigos se zombifican: ya no los reconocen, no pueden tener una relación “como antes”, vive el mismo cuerpo que siempre pero en descomposición y mentalmente “vacío”, en definitiva, se crea un espacio imposible de habitar en común. Y también sufren los zombis, a su manera.

En sus movimientos compulsivos, vacilantes y desorganizados, los zombis son figuras alegóricas y miméticas. Son alegóricos en el sentido de que la alegoría siempre implica la pérdida o muerte de su objeto. Una alegoría no es una representación, sino una materialización manifiesta de la distancia insalvable que la representación busca cubrir y borrar. La mímesis se presenta en el momento del contagio activo y descontrolado. Y aquí reside el extraño atractivo de los zombis. Siempre desiguales consigo mismos, son figuras de bloqueo afectivo e indecidibilidad intelectual. Pueden considerarse tanto síntomas monstruosos de una sociedad violenta, manipuladora y explotadora como posibles remedios para sus males. Nos atemorizan con su rapacidad categórica, pero nos seducen ofreciéndonos los placeres bajos e insidiosos de la ambigüedad y la complicidad. Además de provocar terror, gozan. Los zombis están impulsados por una especie de deseo, pero carecen en gran medida de energía y voluntad. Su agitación inquieta es meramente reactiva. Se tambalean torpemente, en un extraño estado de fascinación estupefacta y vacía, pasivamente atraídos por humanos aún vivos y por lugares que una vez ocuparon y apreciaron. Los zombis son, en cierto sentido, puro cuerpo: tienen cerebro, pero no mente. Es decir, son cuerpos no-holísticos, desorganizados: trozos de carne que aún experimentan los anhelos de la carne, pero sin la articulación orgánica ni el enfoque teleológico que solemos atribuirnos. El zombi es por naturaleza anticatártico, no ofrece una resolución, sino que encarna un conflicto que se prolonga sin fin. Al no tener finalidad no existe la verdad, sólo el goce. Y el goce es, siempre, un exceso que se construye sin lenguaje y se evoca en el éxtasis.

Lacan situaba el goce en un exceso del placer que podía privarnos de nuestra libertad, que era capaz, incluso, de llevarnos al sufrimiento extremo. El goce, por lo tanto, nos acerca a la muerte (en francés al orgasmo se le llama petite mort). El zombi es el muerto viviente despojado de todo código de verdad, cuyo signo es el goce del sufrimiento. Aquí el zombi se define como anti-humano ya que no conoce la falta, es pleno en su voracidad gozosa. La falta es importante para el establecimiento del sujeto, si el sujeto no asume su falta de ser como condición de su propia existencia y la fuerza del deseo como un movimiento de apertura, el riesgo es que el goce se revele sólo como pulsión de muerte, como tendencia a la destrucción de la vida, a la extinción. El zombi se manifiesta como ente extinto que, al mismo tiempo, promueve la extinción; como ente destruido que, al mismo tiempo, promueve la destrucción; una criatura anárquica que goza con parsimonia de su anarquía, que se relame mientras devora y transforma carne viva y fugaz en carne putrefacta que se descompone lentamente, muy lentamente.

La tendencia anarquista del zombi es una cuestión a tener muy en cuenta. En un panfleto alemán de 1894 titulado Der Anarchismus und Seine Heilung (El anarquismo y su cura), se describía a los anarquistas como “bestias rabiosas y reptiles venenosos con forma de hombres, que buscaban mediante la violencia doblegar el mundo a sus deseos personales”. Cinco años después, un profesor de derecho penal en Bonn describió a los anarquistas como monstruos rapaces con forma de hombres”. En su libro Los Anarquistas Cesare Lombroso, pionero de la antropología criminal, añadió: Los defensores más activos de la idea anarquista son en su mayoría criminales o dementes, o ambos a la vez”. Al usar metáforas de monstruosidad, los oponentes del anarquismo oscurecieron las reivindicaciones políticas del movimiento, situando a los anarquistas fuera del ámbito de la comunidad humana como manifestaciones de un mal ominoso. Paradójicamente estos teóricos negaban el carácter político del anarquismo ofreciendo respuestas claramente políticas a las preguntas sobre su origen y los medios para su eliminación. La construcción del anarquista como monstruo borró el significado racional o político de esa opción ideológica, sustituyendo su contexto socio-político por el miedo a lo extraño y desconocido.

El discurso popular del anarquista como monstruo tenía sus raíces en la idea de degeneración de finales del siglo XIX, la creencia de que los humanos eran propensos al resurgimiento atávico de cualidades salvajes o animalescas, así como al declive biológico a través de la corrupción moral y especímenes humanos que se consideraban no aptos (un mejunje delirante obviamente racista). Cesare Lombroso se propuso desarrollar un “método científico” para dar con las raíces biológicas de la criminalidad, con la esperanza de descubrir a los degenerados “criminales natos” entre la población y así eliminarlos. En su libro Los criminales (L’uomo delinquente) planteó la teoría de que el crimen se debía a deficiencias biológicas de naturaleza hereditaria que podían detectarse mediante una observación minuciosa (el fascismo italiano y posteriormente los nazis verían en este texto parte de su justificación para la “limpieza racial”). Hans Kurella, discípulo alemán de Lombroso explicaría: “En los cráneos y cerebros de los criminales, pero también en otras partes del esqueleto, en los músculos y en las vísceras encontramos peculiaridades anatómicas que, en algunos casos, se asemejan a las características de los restos auténticos de los primeros seres prehistóricos”. Estos marcadores físicos de degeneración dibujaron un retrato de lo monstruoso anárquico que se ha trasladado hasta la figura moderna y contemporánea del zombi. Como bien señala Mabel Moraña en su fascinante libro El monstruo como máquina de guerra: El zombi evoca la idea de multitud, ya que nunca tiene una función protagónica individualizada, como Drácula o Frankenstein, sino que suele presentarse en grupos amorfos y acumulativos que, aunque no tienen voz ni conciencia ni admiten liderazgo, tienen una presencia proliferante e inorgánica intimidando el orden social y los modelos cognitivos dominantes”. La masa zombi, anárquica e incontrolable, se muestra como una amenaza terrorista contra nuestras amadas sociedades democráticas y liberales “del bienestar”. Al representar el vacío radical de toda cognición y la renuncia definitiva a cualquier forma de totalización y de operatividad tan predominante en las democracias occidentales globalizadas el zombi es, dentro de un supuesto estado de poshumanidad, más representativo, caótico y disruptivo que el cyborg puesto que no es ni híbrido, ni múltiple, ni dinámico, ni acelerado, ni creativo, es una paradoja que perturba todo el sistema. Es el monstruo anarquista por excelencia.

La (im)productividad zombi

La década de los 60 da lugar a una renovación del género zombi adaptando las narrativas de la monstruosidad a diferentes públicos y a coyunturas políticas diversas, que tenían en común los temas de la desigualdad, la racialización y la explotación capitalista. La comercialización masiva del zombi comienza por desterritorializarlo, al trasladarlo de las plantaciones haitianas hacia los estudios de Hollywood. Tal proceso modifica su campo simbólico al hacerlo pasar del espacio social del capitalismo industrial al del capitalismo tardío, donde la relación entre productividad y consumo, e incluso entre producción y capital, ha sido superada por el incremento y aceleración de las relaciones financieras y la primacía del trabajo inmaterial. El curador e historiador Lars Bang Larsen comenta en su texto Zombies of Immaterial Labor: En la cultura pop, el zombi es un monstruo del siglo XX y, por lo tanto, se relaciona con fenómenos de masas: producción masiva, consumo masivo, muerte masiva. No es un aristócrata como Drácula ni un star monster como la criatura de Frankenstein; es el monstruo común y corriente en el que la normalidad coexiste con extremos de histeria (muy similar a la democracia actual). El zombi también se sitúa a caballo entre el trabajo industrial y el inmaterial, de la masa a la multitud, de la fuerza bruta del industrialismo a los cerebros dispersos del capitalismo cognitivo”. El zombi replantea así la relación entre individuo y subjetividad, existencia y sujeto, y modifica radicalmente el vínculo vida-muerte, al hacer de esta última una forma de valor que se niega a ser destruida.

El zombi parece constituir el sueño del capitalismo, ya que representa la sumisión al amo, una fuerza de trabajo sin ideología, manipulable y en la que la alienación se ha convertido en una fuerza que anula la voluntad y la memoria. Pero como bien señala Mabel Moraña: “El zombi también tiene la capacidad de transformarse en una máquina de guerra nomádica, exterior al Estado, caracterizada por su tendencia a la anarquía y a la subversión, como ilustra la película La plaga de los zombis. La película recurre al expediente de la enfermedad y el contagio y extrae el tópico del zombi de su ambiente periférico “natural”, aunque mantiene el miedo provocado por el negro que amenaza el mundo blanco del capitalismo. Se representa asimismo el elemento ideológico del vudú que viene a insertarse en el espacio social de los colonizadores, quienes temen ahora una reversión de la historia de dominación, con sus previsibles consecuencias económicas y políticas. Desde el vudú sabemos que el zombi es esclavo y que lo es, sobre todo, de la alienación a la que en vida le llevaran los condicionamientos sociales. Pero sabemos también que sus tropas podrían hacer trizas las murallas del mundo entonando a coro sus lamentos”. Los zombis son enfermedad y remedio, conformismo y revolución: se originan en el aire viciado de nuestro tiempo pero podrían barrerlo en un torbellino tumultuoso.

En el libro I del Capital, Volumen 3, Génesis del capitalista industrial, Karl Marx escribe: “Si el dinero, como dice Augier, «viene al mundo con manchas de sangre en una mejilla», el capital lo hace chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies”. ¿Es el Capital zombi? El zombi no solamente ilustra la idea de la alienación (la falta de conciencia social y de conciencia de sí), sino que transmite la noción de consumo automático, la imagen de la corporalidad enajenada y el concepto del retorno de lo reprimido. De esta manera, la figura tambaleante del zombi, su estilo rutinario y automatizado, su mirada fija en un horizonte vacío, su mudez, los trazos de la muerte y los restos de vida que exhibe su cuerpo en proceso de descomposición, constituyen un mensaje biopolítico de fuerte significado emocional e intelectual. La figura del zombi altera la relación con la muerte, ya que su propia presencia pone de manifiesto que hay formas de existencia que requieren una redefinición de lo que es la vida, con la cual se relativiza el carácter definitivo de la desaparición física. Esta proposición del zombi como encarnación de una etapa intermedia entre vida y muerte ha sido interpretada como denuncia de las condiciones que impone el modo de producción capitalista a la corporalidad y a la espiritualidad, tanto a nivel individual como colectivo. En el zombi la individualidad se pierde, pero también la idea de comunidad como forma consciente de socialización, ya que esta forma de asociación y de organización humana es reemplazada por agrupamientos amorfos de comportamiento automático e impulsos primarios. La horda de zombis, como mancha de amenazante irracionalidad que atraviesa los espacios sociales, prefigura un mundo donde las coordenadas de espacio y tiempo han dejado de regir y donde la conciencia ha sido sustituida por un sonambulismo interminable. Aunque como bien señala Mabel Moraña: “El mito del zombi permitiría visualizar la posibilidad del cambio por el que la dócil fuerza del individuo o de la colectividad –concentrada en la idea del trabajo, el cual es imaginado por el capitalismo como conditio sine qua non de la productividad– se convertiría en una pesadilla de subversión multitudinaria; es decir, en máquina de guerra nomádica que, siendo exterior al Estado, amenaza sus mecanismos de captura”. ¿Podría una sociedad zombi, al estilo pasivo y persistente de Bartleby, hacer lo que nadie, ni individual ni colectivamente, ha sido capaz de hacer, esto es, acabar con el capitalismo? ¿Y cómo sería esa utopía zombi?

Puesto que en el capitalismo actual el trabajador es un valor cada vez más desechable debido a la tremenda autonomía del orden financiero y el régimen especulativo que lo caracteriza todo, añadiendo la automatización y robotización de todos y cada uno de los sectores laborales, además de la IA que es la sustitución perfecta para la realización de trabajos “humanos” mecánicos, rutinarios y, ya de por si, algoritmizados desde hace tiempo, ¿alcanzaremos esa utopía zombi? En su libro La individualización. El individualismo institucionalizado y sus consecuencias sociales y políticas Ulrich Beck y Elisabeth Beck-Gernsheim se refieren a las “categorías zombis” que recorren la sociedad estructural en un estado de muerte en vida, ya que, si bien las condiciones sociales se han transformado sustancialmente, algunos conceptos ya instalados en las ciencias sociales y las humanidades continúan designando formas de la experiencia colectiva que no han recibido aún nombres ni símbolos alternativos en la vida contemporánea. La familia (divorcios, esclavitud laboral o incomunicación tecnológica), la clase social (individualismo extremo, perdida de derechos o falta de conciencia de clase) o los barrios (nacionalismos, xenofobia o desigualdad) son nociones zombis que continúan teniendo un papel dentro del discurso de las ciencias sociales, aunque no representan ya la fluidez de la sociedad contemporánea ni las situaciones sociales que de ella se derivan; todos estos conceptos se mantienen, por lo tanto, en un estado zombi de un antiguo régimen social que, en el mejor de los casos ni recordamos o en el peor añoramos de manera sublimatoria y nostálgica. Nos da pánico reinterpretar esas nociones o instituciones, no digamos ya, derruirlas y construir algo completamente nuevo a partir de esas ruinas.

Hablando de construcciones y ruinas lo que sí sobresale de manera infecta en muchas ciudades es el urbanismo zombi. Esto se produce cuando una zona alberga un gran número de viviendas en propiedad, pero vacías. Estas zonas mezclan poblaciones presentes con poblaciones ausentes, mostrando un nivel de vida inquietantemente bajo en relación con su escala. No están muertas, pero tampoco están vivas. Las viviendas en propiedad vacías suelen cumplir tres funciones: depósito de riqueza, activos especulativos y segundas residencias. Estas funciones pueden operar de forma discreta, pero se suelen combinar. Por ejemplo, la compra de una segunda vivienda para uso turístico suele estar, al menos en parte, condicionada por la especulación. Mientras que un inversor medio alquila una vivienda para obtener ingresos constantes, los inversores muy adinerados dejan cada vez más viviendas vacías; el considerable capital de estas personas impulsa su interés en diversificar el almacenamiento de su riqueza y también facilita su estilo de vida de movilidad global, en el que perciben como rentables múltiples propiedades residenciales. En algunos lugares, las viviendas turísticas han aumentado exponencialmente hasta el punto de formar tipos de entornos urbanos completamente nuevos. Por ejemplo, la costa mediterránea española, desde Valencia hasta Málaga, fusiona la economía turística globalizada con la predilección del capitalismo financiero por la inversión inmobiliaria, proporcionando una vasta ciudad lineal de segundas residencias vacacionales para los europeos ricos del norte. Este conjunto de megaproyectos transforma las zonas de viviendas turísticas en residenciales zombis de proporciones épicas. El urbanismo zombi se ha convertido en un atributo definitorio de la ciudad liberal contemporánea. Dado el enorme desajuste entre el número de viviendas y la densidad de población europea (bajando cada año más), no vendría mal un buen grupo de zombis okupas que dejasen esas zonas como auténticos solares posapocalípticos.

Todo esto tiene que ver con la economía especulativa y la enorme desigualdad de unas clases frente a otras. Estrechamente asociada a la noción de nomadismo, la figura del zombi se utiliza como ilustración de una larga serie de posiciones de sujeto que se sitúan en las afueras de los sistemas productivos y legales. Refugiados, prisioneros políticos, desaparecidos, torturados, desheredados, marginales, desplazados, ilegales, indigentes y exiliados dan ejemplo de una fragmentación social transnacional, cuya mera existencia desafía la estabilidad y legitimidad de los sistemas que los originan. La “monstruosidad” de estos zombis ilustra la ruptura de los lazos entre individualidad y comunidad, la relación entre inmigración y recursos nacionales, los nexos entre lo local y lo global, entre pasado y futuro. Aquí necesitamos ser sensibles sobre nuestra imagen especular con respecto al zombi. Cualquiera de nosotros se puede ver en cualquier momento en la misma situación que esos otros. De repente, nos volvemos invisibles, fantasmales, fundidos a negro, nadie nos reconoce. Como bien escribe Mabel Moraña: Nos encontramos en un mundo condenado a una vida agónica. De este modo, el zombi, con su atributo de inmortalidad, plantea la pregunta sobre qué tipo de vida espera a un mundo deshumanizado. El zombi representa el residuo que sobrevive cuando la cognición desaparece y el auto-reconocimiento se disuelve en el aire”.

Entre la apostasía y el martirio: consideraciones zombisóficas

Zombi es un término que viene de la palabra del pueblo Kongo nzambi que designa al mismo tiempo el “espíritu de persona muerta” y el concepto de dios. Así el no-instante y el no-lugar de la muerte aparecen tortuosamente prolongados en ellos, hasta el punto de recordarnos, justamente por la fascinación y el desconcierto de esta muerte eterna, de este silencio perpetuo, lo desconocido personificado, el signo para la ruptura con nuestra razón, nuestra locura en carne y hueso. Debido a su amplia difusión y a su alcance en tantos ámbitos, el zombi se ha convertido en un personaje muy familiar, que participa en narrativas del cuerpo, de la vida y la muerte, del bien y del mal; que evoca la alteridad, el racismo, lo ineludible, lo inmutable. Así, nos lleva al “otro lado”: la alienación, la muerte y, peor que la muerte: el estado de no-muerto. En el zombi la ambigüedad propia de lo monstruoso se radicaliza: se sitúa entre el ser y el no-ser. Representa una no-identidad, la conciencia vacía, sin sensibilidad ni racionalidad; es decir, un anti-sujeto que ha rebasado lo humano sin llegar del todo a superarlo, ya que su forma residual de existencia remeda aún la forma corpórea de habitar el mundo, aunque en su modalidad más degradada y desoladora. Su capacidad de contagio y su inmortalidad lo convierten en un enemigo imposible de vencer. El zombi personifica el terror ad aeternum, la totalización de lo monstruoso que consiste no ya en la aniquilación de la especie humana, sino en su perpetuación deshumanizada. El zombi es un apóstata del humanismo.

Si la muerte es un vacío experiencial, la no-muerte no lo es. Teniendo en cuenta el tema que tratamos vamos a jugar con tres tipos de ser (o estar): vivo, muerto y no-muerto. ¿Cuál es peor? (obviemos que el mejor estado es el vivo sin entrar en particularismos de todo tipo). Si la muerte como estado es esencialmente neutral entonces ¿sería mejor estar no-muerto que muerto? Parece que sí, puesto que al menos estaríamos en el limbo de la existencia; la otra opción es la no existencia. Podemos ver el limbo existencial del zombi como una suerte de purgatorio. Resumimos: el zombi no está vivo porque carece de sensibilidad, racionalidad y conciencia pero tampoco está muerto puesto que es una entidad corpórea que se mueve, mastica, agarra y se “alimenta”. Las obligaciones del zombi son pocas pero claras y se dedica a ellas en “cuerpo y alma”, se sacrifica en su cumplimiento y sufre grandes padecimientos por ello. El zombi es un mártir de si mismo. Incluso en las ficciones zombis cuando alguien se “sacrifica” para ser mordido y salvar así a sus hijos, padres o amigos es otro mártir dispuesto a ser zombificado. Tanto en su ontología como en su representación simbólica el zombi es un mártir.

El punto álgido de La noche de los muertos vivientes es, sin duda, cuando la pequeña Karen Cooper, recién no-muerta, mata a su madre con una pala y empieza a devorar el brazo de su padre (no voy a entrar en Freud, Lacan, Kristeva y compañía, ya está quedando esto demasiado largo). Hay algo singularmente perturbador en la transformación de una niña inocente en un brutal monstruo carnívoro. La pequeña e inofensiva Karen ya no es ella, pero sigue siendo “su cuerpo”. Esto plantea una cuestión problemática fundamental para la filosofía: la identidad. ¿Qué es una persona?, ¿Bajo qué condiciones exactamente continúa existiendo una persona?, ¿Es un cuerpo humano en coma una persona?, ¿Es un cuerpo humano en un ataúd una persona?, ¿Es un cadáver descuartizado una persona? Los zombis evocan los estragos de algún tipo de daño cerebral y trastornos cognitivos graves. ¿Cuál es la identidad de un enfermo de alzhéimer? Sigue siendo su cuerpo pero su psicología, tal y como la conocíamos, se ha evadido. ¿Cuál es la identidad de alguien en coma? Sigue estando su cuerpo pero en estado vegetativo, su identidad está ausente… La identidad del zombi no está del todo ausente, más bien parece alterada.

Dos enfoques: corporal y psicológico. El enfoque corporal afirma que la continuidad corporal es suficiente para la identidad personal. Existe una continuidad corporal entre mi cadáver y yo. Por lo tanto, desde el enfoque corporal, soy idéntico a mi cadáver. El enfoque psicológico afirma que la continuidad psicológica es necesaria para la identidad personal, y no existe continuidad psicológica entre mi cadáver y yo. Mi cadáver carece de propiedades psicológicas. Los zombis no son cadáveres y pueden tener flashes psicológicos. De hecho, en muchas ficciones zombis, algunos parecen acordarse de sitios a los que solían ir cuando estaban vivos (El amanecer de los muertos), guardan recuerdos que pueden ser reactivados (El día de los muertos) e incluso pueden ser domesticados con ciertas actividades que solían realizar (Zombies party). Por lo tanto, en términos clínicos podríamos decir que algunos zombis padecen “muerte cerebral parcial”, es decir, si algunos zombis poseen una suerte de continuidad psicológica, se podría unir su identidad zombi con su identidad viva. En Zombies party se riza el rizo: en la escena final Ed, el amigo de Shaun, sigue viviendo básicamente como vivía cuando estaba vivo: comiendo porquerías y jugando a videojuegos. Ed es un zombi al cuadrado, lo era antes de ser mordido y lo es después. La identidad de Ed no ha sufrido ningún cambio, sigue siendo el mismo.

Ética demostrada según el orden geométrico, escolio a la proposición 39 de la parte cuarta, escribe Baruch Spinoza: “Yo entiendo que el cuerpo muere cuando sus partes son dispuestas de manera tal que adquieren otra proporción de movimiento y de reposo entre sí. Pues no me atrevo a negar que el cuerpo humano, aun manteniendo la circulación de la sangre y otras cosas en función de las cuales consideramos que el cuerpo vive, puede, no obstante, cambiar a otra naturaleza del todo diversa de la suya. Pues ninguna razón me obliga a sostener que el cuerpo no muere a menos que se transforme en cadáver”. Para Spinoza la muerte no es un estado incuestionable ni evidente. De hecho, el cuerpo puede “morir” a pesar de tener signos vitales. Hablar de vida y muerte como puntos de un continuo, en lugar de como estados absolutos de existencia, y definir la vida misma como un conjunto de relaciones entre partes en movimiento, en lugar de como una fuerza mística que existe independientemente del cuerpo, es postular una definición radical de conciencia o “alma”. Escribe Spinoza en el escolio de la proposición 2 de la parte tercera:Ciertamente, nadie hasta ahora ha determinado lo que puede un cuerpo; esto es, a nadie hasta ahora le ha enseñado la experiencia lo que un cuerpo puede obrar, y lo que no, en virtud de las solas leyes de la naturaleza en la medida en que esta es considerada solo como corpórea, si no es determinado por la mente. Además, nadie sabe según qué razón ni por qué medios la mente mueve al cuerpo, ni cuántos grados de movimiento puede conferirle, ni con cuánta rapidez puede moverlo. De lo que se sigue que cuando los hombres dicen que esta o aquella acción del cuerpo tiene su origen en la mente, la cual tendría imperio sobre el cuerpo, no saben lo que dicen y no hacen otra cosa que confesar con especiosas palabras, y sin maravillarse por ello, que ignoran la verdadera causa de aquella acción”. Mente y cuerpo son procesos paralelos y mutuamente correlacionados, que se imitan el uno al otro, como dos caras de la misma moneda.

Una de las dificultades que tuvo Spinoza para publicar sus teorías durante su vida fue la tendencia de su pensamiento a desafiar los postulados del teísmo escrito, sugiriendo que el alma puede concebirse como un complejo de acciones y reacciones determinadas, es decir, de forma muy similar a como se concibe el cuerpo físico. Desde una perspectiva spinoziana la distinción entre mente y cuerpo no existe puesto que no hay oposición. Con esta premisa un zombi es tan válido, en su potencia vital de actos y movimientos, como una persona cualquiera. ¿Qué es un cuerpo sino una presencia que se impone a la experiencia? ¿Qué es una mente sino el principio que traduce las acciones de tales presencias en intenciones y deseos? Para Spinoza, todos los humanos somos, en cierto sentido, zombis. Y viceversa. George A. Romero era, conscientemente o no, un spinoziano.

Herbert Marcuse propone una nueva relación entre la civilización y los instintos que va más allá de Freud. La mera existencia del retorno de lo reprimido atestigua la incapacidad de la civilización para controlar eficazmente los instintos. Marcuse afirma que este punto justifica la búsqueda de un nuevo modelo de civilización que pueda acoger los instintos sin reprimirlos. Destaca que la civilización es producto de los procesos históricos que la han moldeado a lo largo de los siglos. Si ha evolucionado hasta convertirse en lo que es hoy, puede volver a evolucionar para convertirse en algo diferente. Marcuse se centra en el contenido disidente del retorno de lo reprimido: en el hecho de que los instintos se niegan a ser seleccionados, modificados y canalizados hacia algo que no son. Afirma que los instintos primarios se aferran al recuerdo de un tiempo en que eran libres, un tiempo anterior a su subyugación por la civilización. Es este recuerdo el que lleva a Eros y Tánatos a desafiar constantemente la conquista represiva de la civilización y mantiene viva la perspectiva de una realidad construida sobre el placer. El zombi, como encarnación del retorno de lo reprimido, es transformado por Marcuse en un incansable defensor de una civilización no represiva. Así que debajo de la superficie podrida del zombi podemos descubrir un plan revolucionario para la libertad.

Marcuse afirma que una civilización no represiva prevalecería una vez abolida la restricción al placer instintivo. En una sociedad libre, los instintos dejarían de ser enemigos del Estado. Un Eros y un Tánatos liberados (placer instintivo total y sin restricciones) serían el vínculo que mantendría unido el nuevo orden. En este punto Freud pensaba que la civilización se desmoronaría si se desatara repentinamente el placer absoluto. El orden social experimentaría un resurgimiento fatal de la sexualidad destructiva y la violencia. Marcuse supera este impasse afirmando que debe producirse una transición vital antes de que pueda materializarse una nueva civilización no represiva. Argumenta que la sexualidad sólo es destructiva porque está distorsionada por el régimen de represión. Si la sexualidad se libera de las garras de la civilización represiva, se manifiesta de una manera completamente diferente. La sexualidad liberada se reencuentra con la versión pura de Eros: el instinto de “combinar sustancias orgánicas en unidades cada vez mayores” (Freud en sentido spinoziano). La tarea de construir y mantener una civilización libre se vuelve erótica y, por lo tanto, instintivamente gratificante. Esta civilización sería una institución completamente placentera, libre de toda fricción represiva. Tánatos, como el impulso de alivio del sufrimiento y la tensión, se alejaría de la muerte y encontraría satisfacción plena en seguir vivo. Eros y Tánatos redactarían una nueva constitución: un mandato para la libertad y el placer. Desde esta perspectiva los zombis representan el inicio de una unión placentera entre la civilización y los instintos.

En este nuevo orden emergente, entregarse a un zombi sería un acto radical de autoiniciación; sería un rito de paso a la tierra de los no-muertos, a un reino de placer y libertad. Imaginemos leguas de humanos vivos formando fila frente a sus homólogos zombis, sacrificando alegremente su carne para liberarse de la represión y ser entregados a un reino de placer instintivo. La mordedura ya no sería hostil; se convertiría en un gesto de cariño que anuncia una liberación de la vida encorsetada y racional. Habría un grupo renegado de humanos que se resistiría y se reservaría el derecho a seguir siendo infelices y reprimidos. Esto plantearía una pregunta filosófica que a George A. Romero le habría encantado explorar: ¿Es mejor ser un zombi, feliz, emancipado y libre, o un ser “normal”, miserable y reprimido?


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