¿Hay cura para la muerte en la era de la inmortalidad?

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MODA: Señora Muerte, señora Muerte.

MUERTE: Espera que sea la hora y vendré sin que tú me llames.

MODA: Señora Muerte.

MUERTE: Vete al diablo. Vendré cuando tú no lo desees.

MODA: ¡Como si yo no fuese inmortal!

MUERTE: ¿Inmortal?

Giacomo Leopardi, Diálogo de la moda y de la muerte, 1827

En la época post-meta-moderna del capitalismo hiperacelerado las preguntas con respecto a la muerte ya no son estas: ¿Por qué? (plantea demasiadas cuestiones existenciales, filosóficas y autorreflexivas que no aportan seguridad, explicación racional ni respuestas inmediatas; en una sociedad hiperpositivista y cientificista las cuestiones metafísicas son siempre incómodas e irrelevantes). ¿Cómo?, ¿Quién?, ¿Qué?… La mayoría de gente prefiere morir durmiendo sin enterarse o de manera rápida e indolora, aunque una buena dosis de enfermedad sacrificial y suplicante es atrayente para personas que tienen alma de mártires; también hay cierta seducción por la vía autodestructiva neonihilista metapunk: vivir rápido, disfrutar al máximo y morir pronto. Tanto si eres detestable como cándido, quien te dé matarile puede ser la persona más imprevista o quizás algún negocio o empresa que se ha ganado tu confianza por un tema puramente crematístico o tal vez el propio trabajo tan gratificante, estresante y vocacional o simplemente el dejarse llevar por convencionalismos culturales, sociales, deportivos o cuestiones de fe aparentemente inofensivos. Caso aparte merece el suicidio. Émile Durkheim escribía en su imponente libro El suicidio, en el capítulo El suicidio altruista: “Cuando el hombre se desliga de la sociedad, tiende a suicidarse, pero también cuando está excesivamente integrado en ella”. Los extremos son perjudiciales. Curiosamente hoy día vivimos entre ambos.

El culto a la muerte no es algo novedoso: es un rito histórico, cultural y espiritual desde el comienzo de la civilización. Hoy día, sin embargo, ese carácter litúrgico, ceremonial e incluso filosófico (la muerte de Sócrates) ha perdido protagonismo y en su lugar juega un papel fundamental la frivolidad y la vacuidad. La pandemia fue un claro ejemplo de cómo por un lado se banaliza la muerte, y por otro se espectaculariza hasta límites realmente inmorales. Los dos extremos se tocaban en el vergonzoso uso que hicieron los medios de (in)comunicación contabilizando las muertes como si fuesen estadísticas deportivas diarias, validando la manida frase atribuida a Stalin: “Una única muerte es una tragedia, un millón de muertes es estadística” y al mismo tiempo estableciendo una serie de tertulias y artículos apocalípticos sobre el virus y su extrema capacidad mortal con virólogos de todo pelaje junto a pseudocientíficos, opinólogos de diversas ideologías, doctores de aquí y de allá, representantes variados de la OMS etc. que decían a los espectadores y lectores como debían comportarse, relacionarse y actuar de la manera más adecuada “por su propio bien”. Fue en la famosa portada de El Mundo donde la muerte tuvo su fachada más sensacionalista, para después tomar impulso e ir más allá en redes sociales donde la viralización, la sobreexposición de toxicidad, el contagio de la ignominia y la contaminación de las fake news se retroalimentan en un bucle infernal eterno.

“El cólera habita en nuestro barrio, y el barrio entero batalla con él sumergido en el silencio y en la oscuridad. Parece que el sueño eterno a que tantos se entregan, ejerce letal contagio sobre los que velan en el insomnio a la vida. Todo calla en el barrio: se padece sin ruido, se muere sin ruido: se cura en silencio: enmudece el dolor, el llanto, la desesperación: la plegaria se piensa solamente, y la esperanza no sale del corazón a los labios: el remedio no se pregunta; ya se sabe: el síntoma no se consulta; ya se prevé. Todo, desde la locuaz aprensión hasta el charlatán que cura sin diploma, calla esa noche. Pero se muere en cambio todo: cuando hay silencio es siempre mucha la actividad. El paciente se contrae en su lecho; se enrosca como para quebrarse y concluir de una vez: la naturaleza quiere hacerse pedazos y se sacude en movimientos convulsivos: el aprensivo corre de aquí para allí, como si errante pudiera evitar que el cólera le encontrase; el hermano, la esposa, el hijo del que ha muerto o del que va a morir, entran y salen de habitación en habitación, acumulando medicinas oportunas y recursos desesperados: el cura no se detiene junto al lecho del difunto; sale después de murmurar la oración y se dirige a otro, y después a otro, y a muchos en la noche: el médico entra, pulsa, mira, escribe tres líneas, y hace un gesto de esperanza o de duda; baja y sube de nuevo; y en la noche entra, pulsa, escribe, espera y duda infinitas veces. Todo el barrio se mueve; pero calla a la vez. Mil emociones se chocan; mil dolores son ahogados; mil lazos de amor y familia se quiebran; mil almas vuelan; pero todo esto se verifica en silencio, en medio de una calma horrorosa, en medio de un movimiento automático y vertiginoso”. Una industria que vive de la muerte (Episodio musical del cólera), Benito Pérez Galdós.

Antes la mayoría de gente moría en su casa. La muerte tenía rostro. La muerte olía. Se respiraba en todas las estancias. Se sentía. Incluso se podía percibir desde el mismo edificio, la calle, el barrio. Había un sentido comunitario de la muerte. Formaba parte inseparable de la vida cotidiana. Los vecinos pasaban a ver el cadáver. Se velaba en la propia casa, en el lecho donde había fallecido el muerto. Era una experiencia corpórea, se contemplaba la materia sin vida, el cuerpo inerme (obviamente también tenía un fuerte sentido religioso no tan solo cristiano sino como religatio, es decir, vida comunitaria religada, unida, enlazada). Hoy la muerte se muestra de manera aséptica, estadística, esterilizada… La sobredimensión de las instituciones sanitarias y sus tareas protocolarias nos han desposeído de nuestros propios cuerpos, de cuyo entendimiento e intuición carecemos.  Desconocemos nuestra salud corporal sin el concurso de los mediadores de una política sanitaria espectacularizada; por lo tanto, nuestra mirada hacia los cuerpos muchas veces se desplaza al ámbito de lo obsceno, lo sucio, lo impúdico. Los cuerpos son sometidos a inspecciones, observaciones y exámenes estandarizados en hospitales similares a fábricas fordistas con técnicos y burócratas que operan, sellan y catalogan.

Evidentemente a partir de la (post)pandemia este control institucional de los cuerpos se ha integrado, todavía más de lo que estaba, en el imaginario colectivo social desde los términos biopolíticos foucaultianos o farmacopornográficos señalados brillantemente por Paul B. Preciado. Esta glorificación hiperbólica de la medicina como salvación de todos nuestros males (y redención de almas perdidas) ha generado un rechazo desmedido en colectivos exageradamente negacionistas, que pueril y utópicamente abanderan la libertad individual por encima de todo, sin analizar hondamente más allá de su diminuto y analfabeto universo personal. En lugar de demonizar la medicina (o cualquier otra ciencia) desde posturas solipsistas y simplonas es interesante entablar debates, abrir discusiones y analizar, de manera filosófica, más allá de las polarizaciones extremistas. El filósofo italiano Roberto Esposito escribe en el prólogo a la edición española de su libro Comunidad, inmunidad y biopolítica: “Como se sabe, para vacunar a un paciente se le enfrenta con una enfermedad, se inserta en su organismo una porción controlada y sostenible; lo cual significa que, en este caso, la medicina está hecha del mismo veneno del cual debe proteger –como si para conservar la vida de alguien fuera necesario hacerle de alguna manera ensayar la muerte, inyectarle el mismo mal del cual se le quiere poner a salvo. Usando el lenguaje de Benjamin, se podría decir que la inmunización a altas dosis es el sacrificio del viviente –esto es, de toda forma de vida cualificada– a la simple supervivencia. La reducción de la vida a su desnuda base biológica”.

“La iatrogénesis social designa una categoría etiológica que abarca muchas formas. Se da cuando la burocracia médica crea una salud enferma aumentando las tensiones, multiplicando la dependencia inhabilitante, generando nuevas y dolorosas necesidades, disminuyendo los niveles de tolerancia al malestar o al dolor, reduciendo el trato que la gente acostumbra a conceder al que sufre, y aboliendo aun el derecho al cuidado de sí mismo. La iatrogénesis social está presente cuando el cuidado de la salud se convierte en un ítem estandarizado, en un artículo de consumo; cuando todo sufrimiento se “hospitaliza” y los hogares se vuelven inhóspitos para el nacimiento, la enfermedad y la muerte; cuando el lenguaje en el que la gente podía dar expresión a sus cuerpos se convierte en galimatías burocráticos, o cuando sufrir, dolerse y sanar fuera del papel de paciente se etiquetan como una forma de desviación”. Iván Illich. Némesis médica.

La pregunta que todo el mundo se hace hoy con respecto a la muerte es: ¿Cuándo? Es, cuanto menos, paradójico que nos preguntemos cuándo vamos a morir en la era de la inmortalidad. Nos creemos inmortales.  El sentido de inmortalidad actual está directamente relacionado con la permanente infantilización y su correspondiente culto adolescente a la imagen en la que vivimos. El complejo de Peter Pan está muy extendido. Los 30 son los nuevos 20, los 40 son los nuevos 30, los 50 son los nuevos 40… Estos mantras neoliberales respecto a la eterna juventud no solo generan un nicho de mercado fastuoso para la gente ingenua que gasta su tiempo y dinero en cremas, implantes, inyecciones, tonificación muscular, batidos hiperprotéicos, zumos naturales de superalimentos ecológicos etc., sino que culturalmente nos alejan de la fase vital de envejecimiento y por lo tanto de la finitud mortal. Lo queramos o no, somos seres finitos. La hora llegará. Pero si tratamos de retrasar esa hora hasta el infinito a través de subproductos cosméticos rejuvenecedores (materiales o espirituales) la sensación de inmortalidad, de juventud eterna se convierte en un escenario plausible, y dejamos atrás el proceso de aceptación natural de la vejez que conlleva lógicamente un deterioro físico y mental por muchos casos extraordinarios de gente de 80 años que aparentan 50 sean difundidos en redes sociales, absurdos artículos pseudodeportivos que alimentan la vigorexia o laboratorios especializados en el concepto anti-edad (un concepto en sí mismo delirante y transhumanista que trata de hacernos creer que son capaces de detener el tiempo e incluso retroceder en él de manera individualizada).

Cuando nos enteramos de que el vecino de enfrente ha muerto con 36 años nos sorprendemos pasmosamente. ¿Cómo puede ser? ¡Pero si hacía ejercicio todos los días y corría la San Silvestre cada año! Cuando te cuentan que alguien ha caído desplomado en una reunión familiar y ha muerto en el acto lo primero que preguntas es la edad. Si la respuesta es 90 la reacción es normal, si es 55 la extrañeza es mayúscula y empezamos a añadir otras cuestiones del tipo ¿qué patologías previas tenía? (el Covid nos ha enseñado cosas (in)útiles). Si es un niño quien fallece la estupefacción llega en forma de suma tristeza. La pandemia también demostró como hay un claro caso de edadismo en el culto a la muerte. Los jóvenes deben sobrevivir, son el futuro, tienen toda la vida por delante; si los viejos mueren no pasa nada, ya han vivido lo suficiente. Se considera una “ley natural”. Aquí lo “natural” simplifica en exceso el concepto, confundiendo y equiparando la biología a la economía, la política o la geografía. Según la ONG Save the children 262.500 niños murieron por desnutrición en 2021 sólo en África Oriental. ¿Los niños africanos son niños “biológicamente naturales”? ¿Tenían toda la vida por delante? (de vez en cuando la demagogia es necesaria para revelar el determinismo económico y geográfico, además de la hipocresía de las democracias liberales occidentales). Lo natural es que todos morimos, tarde o temprano, y esa aceptación, por muy dura que sea, es la auténtica realidad democrática.

Al no tener asumido el concepto de muerte como algo natural y nuestras vidas como finitas, cuando alguien dentro de los patrones normativos económicos, sociológicos y edadistas muere (buen status social, vida “sana”, persona joven), nuestras mentes cortocircuitan; aunque no dura mucho tiempo ya que acabamos tildando esas muertes de “extrañas”, “accidentales” u “ocasionales”. Si las personas que murieron tenían ya una cierta edad sin “patologías previas”, es que “se cuidaban poco”, “no hacían ejercicio” o “no llevaban una vida saludable” (lo “saludable” es otro nicho de mercado extremadamente voluble: hay que diversificar cada cierto tiempo con novedades rentables; lo que era “saludable” hace 10 años no lo es ahora y ¿dentro de 5? Me faltan dedos en las manos y en los pies para contar la disparatada disparidad de tipologías de dietas existentes: mediterránea, keto, paleo, détox, vegetariana, vegana, hipocalórica, hiperprotéica, ayuno intermitente… para al final llegar a la típica perogrullada: “comer un poco de todo que todo es malo en exceso”), es decir, una huida hacia adelante para no asumir que la muerte es cotidiana, real, frecuente e indisoluble de la vida. Quizás porque como apuntaba Emmanuel Lévinas sobre Macbeth en su fantástico libro El tiempo y el otro: “La muerte nunca puede ser asumida; llega”.

¡No olviden supervitaminarse y mineralizarse! Y háganse chequeos médicos de manera regular y frecuente, como hacía Phil. En la película de Woody Allen Melinda y Melinda (2004) el actor Neil Pepe comenta en la última escena: “¿Vais a ir al funeral de Phil? ¡Pobre! Murió de un infarto y acababa de hacerse un electrocardiograma que le salió perfecto”.

*Gracias a Carol por su inestimable ayuda en la revisión y corrección de este texto.


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