¿Lo mejor del mal?. Parte II

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Enrique llegó desde Tres Cantos al centro de Madrid en apenas veinte y siete minutos; su cerebro analizaba la ruta, cientos de veces trazada a la velocidad del rayo. Solamente pensaba en llegar, estacionar el coche lo más cerca posible de casa de su amigo y estar a tiempo. Llegó como era debido. Su mujer, destrozada, consciente del final de ese gran personaje de la judicatura, un marido insustituible, le dijo que pasara a la habitación; Marcos se negó a morir en un sanatorio; su casa era sagrada en vida y en muerte. Enrique lloraba porque se iba lo más grande que había tenido como compañero. Marcos lo llamaba haciendo gestos con la mano, para que se sentara junto a él. Enrique obedeció sin pestañear. Y entonces intercambiaron unas palabras que Enrique, por boca de Marcos, nunca pensó que saldrían:

– No te preocupes amigo que ya descanso; no aguanto más; he criado a mi familia como he podido. Cuida de mi mujer y no me olvides nunca.

Valor, sinceridad y cómplice del final del tiempo, hundido en el dolor, Enrique le contesta:

– ¡Tienes mi palabra, que sabes que vale Marcos! ¡Qué bien lo ha hecho su señoría!, ¡cuánta mierda hemos limpiado!

Marcos le respondió antes del último suspiro:

– ¡Y cuántos más van a caer!; no lo sabes bien. Ya lo verás, vienen tiempos mejores para los nuestros; se van a cargar a todos estos zumbados de mierda. Adiós amigo mío. ¡Abrázame por favor!

Marcos murió abrazado a su colega de pelotas enormes, que de repente menguaban por el dolor contenido de su alma inquebrantable ante lo esperado. Lo llevaron una vez ya marchado su espíritu a ocupar el cuerpo de otra persona, al cementerio de Manzanares el Real, al lado de sus padres. Enrique no falló ni fallará a su palabra estando cuerdo. Acompañó a su mujer e hijos de nuevo a casa para que pudieran descansar; tanta emoción, tantos recuerdos y tanto pésame, agotan hasta al más curtido en pesares. Enrique se fue a dormir muy asombrado por las palabras de su incondicional; era un mensaje muy claro. Pero no era momento de análisis hasta pasados unos días de reposo. Podía más pensar en su pérdida que lo que había dejado dicho sin terminar. No sabía el comisario que el fin de estas historias iba a verlo muy pronto. Disfrutó entonces de una quietud ganada sin olvidarse de Marcos, y ese pensamiento de añorar a quien quieres conforme el tiempo pasa se cumplía a raja tabla en la persona de Enrique; no paraba de recordar a su hermana Lola lo que necesitaría a su amigo del alma, del vacío que iba a tener, de la soledad de espíritu que sufría; no tenía en estos momentos, en estos días y fines de semana más que recuerdos, y por añadidura su viva imagen, como si lo tuviera enfrente suyo.

Marcos creía en el deber y el trabajo bien hechos pero sabía, como él mismo dijo acertadamente, que había mandado al infierno a gentes que a lo mejor por el hecho de haber nacido en sitios y ambientes equivocados, sinceramente no merecían ese castigo; porque a un pobre, a un desheredado social, no se le puede pedir más. Quizás eso fue lo que lo liquidó; era un hombre combativo de una rectitud y una energía imponentes a la

hora de imponer la ley, que no su ley. También supo desde que empezó a dedicarse a su tarea de impartir sentencia y listar a sentenciados, que la norma tenía sus propias injusticias, que esconde recovecos que los potentados saben y utilizan como escondrijos, dando con el retraso de los procesos para ganarlos y continuar campando a su antojo como viles delincuentes creyentes de sus propios principios, o mejor dicho, leales a su falta de moral.

De vez en cuando Marcos, aplicando su conciencia, sutilmente rozando el límite que su vocación le marcaba, conseguía realizarse a sí mismo y mandaba a casa a proyectos de presidio, carnes maduras de economato carcelario; sabía que no era culpa de ellos el desliz cometido, y que no se puede reprender a una persona que bajo el síndrome de abstinencia irrumpe con nerviosismo en una tienda para llevarse unos cochinos euros. Marcos sabía que la solución a ese tipo de casos era la rehabilitación en lugar de la destrucción, consciente de que muy pocos hacen una vida digna cuando salen del trullo; ese sitio es para aquellos que le dieron a probar por primera vez esa sustancia adulterada haciéndolos muertos en vida, deambulando como legiones por descampados de barriadas degradadas, comidas por la negrura. Marcos tenía perfecto conocimiento que los verdaderos culpables de este bonito mundo de mierda, manejan los hilos del paraíso a voluntad y con impunidad doblegando el honor y la decencia, matando la bondad y los corazones, para así enfangar más su mal llamada sociedad que se erige en patios donde la codicia impera con pavoneo y gallardía, existentes en otros tiempos pero nunca con la evidencia de hoy. Es lo que se llevó Marcos por delante, la injusticia que le tocó vivir y sobre la que quiso trabajar intentando cambiarla por justicia. Pero le fue imposible en un grado; el otro porcentaje, el esperanzador, fue conseguido engañando a la inexpugnable ley de leyes. Enrique lo llora con frecuencia. Nunca se cruzará ni en esta vida ni en otras a un hombre como él, exceptuando a su padre y madre, que se comprometieron a crearlo y darle todas sus vidas a cambio de su felicidad. Eso sí es un logro.

Bien entrado noviembre, Enrique se encontraba un poco más animado al lado de su amigote siempre presente. Las últimas palabras del colega de andanzas empezaban a zumbar sus oídos. Marcos le dejó un epitafio bastante interesante; Enrique se preguntaba qué cosa se llevó su amigo al panteón. Se lo comentó a su hermana Lola cenando; como lo conoce bien y siente que hasta dar luz a esa oscuridad no pensaría parar, intentó con su hábil psicología quitar hierro al asunto:

– No le des vueltas, que seguro que eran pensamientos suyos; intenta llenar su hueco con actividades y otras cosas, aunque creas que no puedes. Te hace falta ejercicio, y antes salías a andar por el monte; ¿y si vuelves a hacerlo otra vez por ejemplo, un par de veces por semana?

Y de paso le pidió lo que todos los años le pide, esperando su correspondiente respuesta con agrado:

– Vendrás a casa en Nochebuena y el día de Navidad, ¿verdad?; voy a preparar los calamares rellenos y las carrilleras que tanto te gustan a ti y a los nenes.

Esos manjares a tope de jamón, chorizo, huevo duro y sofrito de cebolla que te hacían buscar el atracón eran asunto insalvable para Enrique y sus sobrinos:

– ¡Claro que sí hermana!, ¿me crees capaz de no venir?; tendría que estar muerto para no cenar con vosotros.

– ¡No digas eso hombre!, no me asustes de esa manera que todavía te queda cuerda; ¡menudo eres! Si mamá no podía contigo, decía que ibas a matarla. A ti te queda guerra por dar; pero dala a los demás, nunca a ti mismo que bastantes muertos llevamos ya. Más no, por Dios.

Su hermana, siempre a su lado, queriendo con locura al único hombre que salvo el difunto marido merecía la pena ser amado. Enrique intentaba llenar su vaso de vida, pero era un poco difícil; volvió a jugar a las cartas apoyado por algunos conocidos del pueblo, con Marcos a su vera diciendo la que tenía que echar; también veía más a sus sobrinos; incluso recibió clases particulares de inglés por uno de ellos, que a pesar de dominarlo, se encontraba en paro. Su tío estaba allí para ayudarle en lo que fuera necesario, dando un dinero al chaval que se estaba construyendo como hombre al saborear los sinsabores de la vida, las frustraciones y los miedos típicos de un casi adulto que quiere sobrevivir por sus propios medios, en un país que le da las migajas para que mendigue su preparación excelente. El muchacho estaba pensando en ampliar fronteras; su madre le apoyaba a regañadientes, y es que hay que tener hijos para saber lo que se echan de menos cuando no los tenemos cerca. Estaban las cosas tan mal (decía Lola), estaba la situación tan delicada (argumentaba su tío) que ahora o nunca. Un joven perfectamente preparado, con un dominio del idioma (desde los once años estudiando) sensacional, de una vitalidad encomiable se lanzaba a buscar su pensión holgada, a encontrar su sitio, máxime teniendo en cuenta al mirar a su patria, agria, negra y degenerada, que requería de una ida y vuelta de fenómenos como esta perla para que volvieran a dar esperanzas a los suyos, creando empresas o simplemente ayudando con sus conocimientos y experiencias a las que quedaban de pie. Enrique era más pesimista; pensaba que su país no tenía solución; las envidias, los malos deseos sobre el que triunfa, las pésimas organizaciones sociales y empresariales se enquistaban de tal manera, que ni la quimioterapia agresiva de unos gobernantes con tanto arrojo que llegaran a ser más temidos que respetados, podía eliminar el quiste, el tumor de aquellos que no paran de llorar y que sin saber lo que es trabajar duro, se lamentan de algo regalado y nunca elaborado con sus manos. Que estamos a merced de una tropa de cuatreros, una estirpe de zalameros; pena de nación.

Nuestro policía estuvo con una dama tiempo atrás. Se quisieron poco, hasta que un moreno de ojos verdes se cruzó solventando sus dudas; su madre nunca logró saberlo con certeza, pero sí intuirlo con seguridad. La homosexualidad de Enrique era un secreto casi de Estado; Lola lo sabía sin llegar a asimilarlo del todo, pero su hermano era intocable y su trabajo también, al igual que Marcos. Enrique fue los primeros meses muy feliz con Pedro mientras podían coincidir. Pedro hacía arte con las flores desde las siete de la mañana hasta las tantas de la tarde, con domingos alternos o no. No había un florista tan mimado y admirado en nueve barrios a la redonda como él. Vivieron un par de años en casa del artista, forjando lo mejor de su escasa convivencia con respeto profesado mutuamente gracias al cariño. Los fines de semana que podían convivir, Pedro le explicaba la desgracia de mundo que estaba viendo y Enrique daba no solamente fe de ello; también enseñaba a Pedro la banda con la cuál lidiaba día sí y día también. Pero las jornadas eternas del florista unida a la incomodidad de su familia, conocedora del amor furtivo hacia Enrique (no sabían que era Enrique, pero tenían conocimiento que era él, y no ella), desembocaban en discusiones y desilusiones de ambos en aumento:

– ¡Así no podemos estar Pedro, fin de semana sí y fin de semana también, y para qué ganar tanto!; ¡perdemos lo más importante que no se puede pagar, nuestra compañía, nuestro tiempo!

Pedro no podía negar sus razones, pero tampoco huir de su estado de vida:

– ¿Y qué quieres Enrique?, a mi me encanta mi trabajo, y vivo muy bien gracias a él, que solamente conozco esto y me niego a hacer otra cosa. Pero sé que quiero tenerte y parece que se nos va de las manos.

Enrique saca por sus venas el intento de felicidad:

– ¡Quiero una vida normal, quiero vernos los sábados e irnos a comer por ahí!, ¡quiero que mi alegría la acepten los que saben lo nuestro y si no, que les den!, ¡quiero una relación normal que no termine, cuando sé que es lo contrario!

Cada uno tirando hacia su parcela de corazón, con Pedro de buen negociador:

– ¡Yo también quiero saber que mañana noche vas a venir entero a casa, que no te va a pasar nada, que dejes de tomar las pastillas para dormir porque a lo mejor estás viendo y viviendo cosas que a estas alturas no deberías!

Desencuentros así tras un año y medio de relación se hacían cada vez más continuos; era claro que un querer no solamente sobrevive por la carne; fluye y brilla por lo que se siente, ya que lo emocional nos quita lo inhumano. Pedro y Enrique tenían suficientes quebraderos de cabeza, bastantes noches de insomnio como para ver en un solo instante cuando, tanto en sus trabajos como en sus vidas algo no va bien; su unión no se dirigía en camino recto ni a una rítmica adecuada. Una noche de Julio, cenando juntos en un bar elegante cualquiera de una carretera concreta de camino a San Rafael, deciden por consenso seguir sus caminos separados. Enrique tiró de comprensión:

– Tienes razón Pedro; llevo meses sin encontrar mi hueco, sin trabajar como quiero, y me duele vernos así. Llorar me ayuda pero no me aclara el camino para enderezar esta situación.

Pedro respondió con la madurez de un hombre consumido por la pena:

– Lo sé Enrique, y como casi siempre nos ha pasado, nunca he estado tan de acuerdo contigo. Pero es que he sido tan feliz. Lo he vivido contigo Enrique. Te llevaré conmigo mientras esté aquí. Has sido noble, cualidad que estaba deseando encontrar en una persona, y que no creo que la vuelva a tener en otra. La cena fue corta; situaciones así quitan con toda lógica las ganas de comer. Fue un amor deseado y buscado por los dos; vivido como el que quiere vivir algo que se le hace siempre vivo, aunque haya desaparecido. Utilizando sus bien amuebladas cabezas, tomaron derroteros que ya tenían marcados desde que sus vocaciones aparecieron en sus vidas. Han pasado años de esta historia, que para Enrique sigue tan viviente y lúcida como la estampa de su amigo Marcos; la única relación que siempre fue recta y veloz, como debe ser una vida en personas que la quieren de ese modo. Enrique había sido tan listo, que consiguió esconderlo ante todo y ante casi todos padeciendo en silencio (eso lo heredó de su gente); su creativo favorito también lo hizo; por tantos anocheceres que llegaba desquiciado, por tantas ausencias, por tanto de tanto. Pusieron tierra de por medio jurándose los dos adoración mutua; un valor antes en alza dándose ahora en plena decadencia, acorde con los tiempos que marchan por la vieja tierra.

Las Navidades funcionaban viento en popa, sobre todo para las empresas que fabrican productos atractivos e innecesarios que engordaban los volúmenes de facturación de sus matrices, al igual que las barrigas de sus comerciales y directivos, contentos por haber logrado cumplir objetivos, adelgazando su salud, su contento. Enrique se encontraba una mañana comprando los regalos de reyes de rigor para sus sobrinos sin necesidad de llamar a su hermana para dar con el de este año; los conocía sobradamente para ir sin perder el tiempo (no le gustaban las compras) y dar en el clavo. Tuvo la suerte de tener unos chicos que no se perdían por imbecilidades que luego abandonan en el cajón de su escritorio. Siempre les daba algo que necesitaban, y ellos lo agradecían constantemente a su gran tío.

Llegó a su casa para comer tranquilo y echar una siesta soñando con su amigo; iba a comer al día siguiente de esta jornada de inútiles aglomeraciones urbanas a casa de su viuda; se lo prometió a Marcos: obediencia al Dios de uno.

Entrando ya el sopor de la tarde sonó su teléfono, y se inició el intercambio de frases:

– ¿Quién coño se atreve a llamar ahora?… ¡diga!

– ¿Señor Enrique?

– Sí, soy yo, ¿y usted?

– Una amistad de un amigo común; creo que antes de morir le dijo unas palabras que le dejaron un poco inquieto; por cierto, no se preocupe que no soy un asesino o un descerebrado con los que ha tenido que tratar tantos años; como le he dicho, quiero hablar con usted en referencia a nuestra señoría.

– ¿Cuándo y dónde?

– Mañana es el día de los inocentes; le espero en una casa verde y blanca con el nombre de Villa Paz que hay en la carretera de El Espinar.

– Daré con el lugar, ¿la hora?

– Quedemos pasada la siesta; yo también necesito descansar, mi trabajo me consume y temo tener el mismo desgraciado final que nuestro juez; pero hablaremos antes.

– De acuerdo. A las siete de la tarde aproximadamente estaré allí; seré puntual.

– Sé que lo es; no llegaba más de tres minutos tarde a la comisaría.

FIN Parte II


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