“No dudo de que sea cierto lo que en el más grande de los poetas está dicho a modo de oráculo: «escasa es la porción de la vida que vivimos». De hecho, todo el trecho restante no es vida, sino tiempo”
Lucio Anneo Séneca, De la brevedad de la vida, 55
Desde que nacemos somos habituados a la disciplina del tiempo. El tiempo debe ser aprovechado prioritariamente en los aspectos académicos, laborales o económicos, si no, mal asunto. Desde pequeñitos aprendemos esto y debemos cumplirlo sin salirnos de las líneas de puntos trazadas. Hoy los niños sufren más que nunca esta dictadura ocupacional y “provechosa” del tiempo. Además de la cantidad de horas pasadas en el colegio se les somete a un exagerado número de actividades extraescolares que los padres justifican bajo premisas engañosas, exculpatorias o delirantes: “Tienen que socializar y hacer amigos”, “mi hijo va a ser un futbolista profesional”, “los llevo donde van sus amigos”, “hay que darles el máximo de oportunidades, que lo prueben todo”, “cuanto antes empiecen mejor”, “no tenemos tiempo de estar con ellos todo el rato así que mejor que estén ocupados haciendo cosas que no viendo la tele o pegados al móvil”. Los mismos padres que exponen estos motivos son los que les dejan el móvil para que no den el follón en casa, les compran todo tipo de gadgets para que se mantengan entretenidos o les ponen pelis o series de Disney en bucle (no hay mejor docente en el mundo neoliberal que Disney Enterprises, Inc.).
Hay una curiosa tendencia a sobreproteger a los niños esgrimiendo que se les deben dar todas las oportunidades; lo primordial es que estén bien, se sientan felices (vaya usted a saber qué es eso) y por supuesto que se lo pasen bien en el tiempo que invierten. En el libro de Eva Millet Hiperniños ¿Hijos perfectos o hipohijos? interviene una profesora de secundaria exponiendo la paradoja hipócrita que subyace en esta curiosa teoría: “Creo que este “pásatelo bien” está directamente relacionado con el “no hace falta que te esfuerces”, porque esto implica “no pasarlo bien”. Se ha perdido el valor del esfuerzo pero, a la vez, muchas de estas familias son las que más cuadernos de vacaciones compran y envían a sus hijos a más extraescolares… Es como una competición. Hay una cierta incoherencia entre el “pásalo bien en el colegio” (que en muchos casos equivale a “no trabajes”) y, después de clase, llenarles las tardes haciendo actividades”.
Esta cantidad de tiempo desmesurada que deben invertir los niños y preadolescentes en diversificar sus actividades en pos de un supuesto futuro mejor (¿para quién?) se traslada a la farmacología. Lo fácil es ir al protocolo médico, psiquiátrico o farmacológico. El TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad) ha pasado prácticamente de no existir a ser el diagnóstico estrella de los problemas infantiles creando un nicho de mercado psicopatologizante para posteriormente ser medicalizados con Ritalin, Ritrocel, Aradix o sus múltiples nombres comerciales que esconden el metilfenidato (un principio activo altamente adictivo, similar a la anfetamina). No se puede malgastar el tiempo, hay que enfocarse, si tienes curiosidad bien, si tienes curiosidades mal: eres hiperactivo.
La concentración debe ser óptima para poder ser una persona competitiva y rentable y así ser capaz de elaborar un trabajo eficaz, correcto, útil basado en los ritmos vitales determinados por horarios y calendarios. Da igual que el tiempo sea cualitativo. Lo importante es que sea cuantitativo. Y esto hay que transmitirlo desde la más tierna infancia en las sociedades occidentales. Barbara Adam señalaba en su fantástico Timewatch: The social analysis of time: “En sus expresiones particulares, el tiempo del reloj, la medida y la cantidad finita, todo ello con su énfasis implícito en la muerte, constituyen características centrales de una identidad cultural “occidental”. Las complejas relaciones con el tiempo propio y ajeno, la vida y la muerte, el trabajo y el tiempo “natural” se transmiten culturalmente, se aprenden durante la primera infancia y se arraigan a lo largo de muchos años de escolarización. Estas estructuras y normas temporales dominantes de la sociedad, que no se enseñan explícitamente sino que forman parte del currículo oculto de la educación, son absorbidas, mantenidas, recreadas y modificadas en la práctica educativa diaria”. La práctica educativa diaria actual congrega y va más allá del colegio, familia, amistades o empresas. La educación es metaglobal y cibernética. Y sus estructuras y normas temporales son efímeramente infinitas.
El sociólogo alemán Hartmut Rosa en su interesante (aunque endeble) libro Alienación y aceleración: Hacia una teoría crítica de la temporalidad en la modernidad tardía habla sobre la alienación respecto del tiempo. Contrapone el famoso ejemplo de “la paradoja subjetiva del tiempo” (tiempo de la experienca vs tiempo del recuerdo, es decir, puedes pasar media hora esperando que llegue un tren y subjetivamente te parece una eternidad o puedes estar todo un día disfrutando con amigos y ese día pasa rápidamente en tu memoria) al momento del zapping televisivo o los hyperlinks en Internet (podemos pasar horas cambiando de canal o navegando de enlace a enlace y el tiempo de la experiencia y del recuerdo es igual de corto). Un click aquí otro allá, paso por una plataforma y echo un vistazo a la lista de “novedades”, miro el móvil, leo 20 mensajes, respondo a 12, mando un email, leo 2… Experiencias todas ellas raquíticas que resuenan en nuestra memoria brevemente. También habla Rosa de como experimentamos vivencias aisladas unas de otras: “Cada vez más, nos involucramos en actividades y contextos que están rigurosamente aislados unos de otros. De esta manera, podríamos ir al gimnasio, luego al parque de atracciones, y después a un restaurante y al cine, visitar el zoológico, asistir a una conferencia, a una reunión de negocios, parar en el supermercado, etc. Todas estas actividades se traducen en episodios aislados de acción y experiencia que no se relacionan entre sí de manera integrada ni significativa. Al final, apenas nos acordamos de haber estado ahí”. Este aislamiento entre diferentes tareas y el consumo cibernético-virtual-algorítmico nos transforma en seres incapaces de valorar y experimentar nuestro tiempo, alienados ante un tiempo ajeno a nosotros. El tiempo vital que invertimos día a día está cada vez más alejado de nosotros. Nuestro tiempo es un exilio de nosotros mismos en beneficio de una homogeneidad identitaria, de una contemplación pasiva, de un paso del tiempo vulgarmente inercial.
“La alienación del espectador en beneficio del objeto contemplado (que es el resultado de su propia actividad inconsciente) se expresa así: cuanto más contempla menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad menos comprende su propia existencia y su propio deseo. La exterioridad del espectáculo respecto del hombre activo se manifiesta en que sus propios gestos ya no son suyos, sino de otro que lo representa. Por eso el espectador no encuentra su lugar en ninguna parte, porque el espectáculo está en todas”
Guy Debord, La sociedad del espectáculo (texto 30 del capitulo 1, La separación consumada), 1967
Desde tiempos prehistóricos el ser humano ha usado la tecnología para tratar de dominar los ritmos temporales dictados por la Naturaleza. Todo comenzó con el fuego: permitió a los humanos viajar a climas más fríos y controlar el yugo temporal de las estaciones climáticas (además de cocinar o socializar alrededor de hogueras…). El intento de vencer al tiempo a través de avances tecnológicos siempre ha formado parte de la idiosincrasia humana. Pero siempre aparece el mismo obstáculo en este anhelo prometeico: la existencia inevitable del tiempo biológico y corporal que es por definición finito y limitado. Douglas Rushkoff pone un ejemplo muy gráfico en su excepcional libro Present Shock: When Everything Happens Now: el jet lag. El avión nos permite viajar de un sitio a otro cruzando varias zonas horarias en un mismo día. Este abrupto cambio temporal se refleja en la fatiga y estrés que nuestros cuerpos sufren al exponerse a estas alteraciones temporales. Desafiamos constantemente los ritmos circadianos y la cronobiología en favor de nuestro utilitarismo. Tratamos de neutralizar el tiempo. Por supuesto la farmacología vuelve a aparecer. Rushkoff lo deja claro: “Podemos volar a través de diez zonas horarias en diez horas; podemos tomar melatonina o Stilnox para conciliar el sueño nada más llegar al destino, y luego tomar una pastilla de Ritalin -la misma que toma nuestro hijo con déficit de atención- para despertarnos a la mañana siguiente. Luego nos pueden recetar Prozac o Lexapro para neutralizar la depresión y la ansiedad asociadas con este estilo de vida, y tomar un buen sedante para calmar nuestra mente, alterada por todos los estimulantes que tenemos alrededor… y finalmente quizás una pastilla de Viagra para neutralizar los efectos secundarios en la esfera sexual”. El tiempo y sus consecuencias pueden ser paliadas (gracias a la tecnología farmacológica). La principal diferencia entre las tecnologías pre-digitales y las digitales es que las primeras tenían que convivir con el tiempo y al menos había cierta conciencia de ese tiempo. Las digitales tratan de vivir en el “no-tiempo” de lo cibernético-virtual. ¿Cuántas veces hemos pasado horas jugando a un videojuego o mirando redes sociales postergando la comida o la cena, sin interactuar físicamente con nadie? Esas horas suelen pasar literalmente volando. Nuestros perfiles virtuales o avatares no se cansan, poseen una libertad infinita, carecen de limitación corporal, existen en un tiempo diferente a nuestros cuerpos. Esto puede provocar trastornos de todo tipo (las farmaceúticas se frotan las manos). La digifrenia (de la que se habla bastante menos que del TDAH) nos invade.
“Las compañías tecnológicas ganan dinero manipulando nuestra percepción del infinito. Por ejemplo, tardaríamos un tiempo infinito en leer y entender el acuerdo en el que clicamos para utilizar sus servicios, por lo que lo consentimos sin leerlo”
Jaron Lanier, El futuro es ahora: Un viaje a través de la realidad virtual , 2019
Recordemos como empieza el libro de James P. Carse Juegos finitos y juegos infinitos (texto 1): “Hay al menos dos tipos de juegos. Uno podría llamarse finito, el otro infinito. Un juego finito se juega con el propósito de ganar, un juego infinito con el propósito de continuar el juego”. Hoy estos dos juegos están entrelazados, de manera que jugamos infinitamente para ganar infinitamente. Se puede ganar de diferentes formas. No es necesario ser el primero para ganar. Incluso no se tiene que participar en el juego para ganar. Hay quien gana en la sombra. Hay quien patrocina al que gana y se lleva una porción mucho más grande del premio que el propio ganador. Hay quien juega infinitamente y nunca gana (según las reglas enseñadas y aprendidas). Hay quien no deja de ganar y aún así piensa que pierde permanentemente. Hay quien pierde y está contento. Hay quien gana y se queja. Hay quien crea el juego y gana sin necesidad de ganar. Hay quien subvierte las reglas y gana (o pierde ganando). Hay quien se cree libre jugando. Hay quien se cree libre ganando. Hay quien se cree inmortal. Hay quien es consciente de su finitud. Hay quien es consciente de la infinitud del juego. Continúa James P. Carse (texto 68): “Para el jugador finito que hay en nosotros, la libertad es una función del tiempo. Debemos tener tiempo para ser libres. Para el jugador infinito que hay en nosotros, el tiempo es una función de la libertad. Somos libres de tener tiempo. Un jugador finito pone el juego en el tiempo. Un jugador infinito pone el tiempo en juego”. Carse termina su libro (texto 101): “No hay nada más que un juego infinito”.
¿Y el futuro? Si la aceleración temporal actual ha creado un mundo atomizado, sin gravitación que lo sostenga y los vínculos a largo plazo han sido sustituidos por los de cortísimo plazo ¿qué hay más allá del inmediatismo? No hay continuidad entre presente y futuro, se han roto los puentes, los nexos de valores que intentan prolongar el presente no existen. Vivimos en instantes de actualidad o novedad sin desarrollo posterior. Puro presentismo. De ahí la ansiedad y zozobra al constatar un mundo sin horizontes. Nos hemos quedado sin futuro, sólo hay tiempo. Tiempo vacío, trastornado, confuso, caótico. Hamlet (final del primer acto, escena quinta): “El tiempo está fuera de quicio”.
* Gracias a Carol por su inestimable ayuda en la revisión y corrección de este texto.
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