Lotería y sepelios. Parte I

Difunde cultura

Figenio tiene una mañana especial; se ha levantado jubiloso, con ganas de vivir en positivo nuestro eterno aspirante a trabajador. Tras una ducha caliente con el móvil soltando jazz relajante, plancha su camisa estampada a cuadros preferida porque va a salir a la calle; es un artista de la economía doméstica, pues esa camisa arreglada en la tabla le durará dos días en su cuerpo; no se alarmen porque se la quitará cada noche antes de ponerse su pijama del recién estrenado invierno, que Figenio ha podido comprobar al salir a recoger la toalla que tenía muerta de aburrimiento en el tendedero:

—¡Madre mía qué frío hace, dan ganas de meterse en la cama otra vez!

¡No te frenes Figenio por favor, que tienes que hacer tus recados temprano, y luego enchufar el portátil para mandar currículos! Se ha desenmascarado su plan de la mañana, atareado pero parsimonioso. Figenio sale del cuarto de baño con apariencia de hijo de noble educado y sin posibles. Administra su miseria como su fuera un potentado de barrio elegante, un reflejo de la sociedad podrida por las falsas apariencias. Se pone sus vaqueros recién comprados en su tienda favorita, gracias a unos ahorros que ha conservado con esmero; los de año pasado los ha guardado en el armario de la habitación de invitados de su piso. Un poco de colonia de categoría media en el cuello por si acaso pasa al lado de alguien del sexo contrario con ganas de ardor hetero, y listo de papeles: es tu día, máquina.

Sale del portal con sus zapatos cepillados y la barba muy bien perfilada con cuchilla de afeitar del súper, el más económico de la zona, que no está la cosa para derroches de gallardía; para él, los días transcurren con pragmatismo y alegría de vivir gastando gel de baño, champú y lavadora con su detergente a la mínima expresión. Camina con aire desenfadado llevando en el bolsillo trasero izquierdo de su pantalón la joya de la corona, el boleto de lotería que va a hacerle impensablemente rico y despreocupado del futuro. De hecho, la noche anterior al acostarse con cero estrés por recomendación facultativa, Figenio soñó que volvía a su casa con el resguardo sellado marcando el premio a cobrar:

—Tengo que meditar el siguiente paso a seguir.

Era una premonición de lo que un par de semanas antes había pensado con unos amigos, mientras daban una vuelta por el centro para deleitarse con el animalario urbano; babeaban en deseo por conocer a alguna que otra persona para complementarse, siempre con ropas más que decentes, pero billetera escuálida, y así más bien terminan con los cincuenta cumplidos viendo películas de pelo gringas para masturbarse como monos solteros. Es igual, ellos soñaban como decía su amigo Hugo:

—Si te toca tienes que ir al banco directamente, y que antes de cobrar el boleto te firmen un documento de confidencialidad

Figenio no olvida esa idea y nada más llegar al despacho, enciende su ordenador y escribe el documento que le lleva casi una hora pulir, ya que lee muy poco y escribir a mano, menos todavía. Una vez enviado a la papelería del barrio, la dueña lo ve entrar y cotilleando escudriña en la pantalla de su correo electrónico hasta dar con el de Figenio; intenta leerlo la muy cotilla, pero de repente entra otro cliente que le hace quedarse con las ganas:

—Tome aquí tiene; son 10 céntimos.

Figenio los saca de su monedero y se los da un poco nervioso porque lo que tiene en su casa es un papel que le va a dar la seguridad de ir por la calle riéndose del mundo. Se encuentra bloqueado, pero sentado en su despacho consigue analizar la jugada. Sale con la misma ropa con la que fue a recibir el notición de camino al banco a paso de adinerado de la noche a la mañana. Llega a la oficina que no cobra comisiones por abrir cuenta siempre que tengas cara de gilipuertas y te lo creas; esta vez no se andan con bromas al sentarse delante de un gestor y enseñarle el pequeño documento con la cifra que van a ingresar. Impresionado llama al director que acababa de colgar el teléfono escuchando las quejas de su mujer porque su crío les ha suspendido tres asignaturas; se acerca con su disfraz de ladrón impecable (traje para aparentar señoreo), su camisa blanca y corbata color de la empresa que le paga , ve el tesoro y dice:

—Pase por aquí señor, que lo arreglamos todo en un momento.

Un poco más de una hora que se le hizo como un recreo de colegio, con todo perfectamente amarrado para descansar unos días; y por si no quería caldo, más de dos mil euros en su cartera para ir tirando, ese día, esa semana, o ese mes, según tuviera la cabeza de loca con ver lo que le había tocado, el bote de ciento y pico millones de euros: que Dios le asista al agnóstico del edificio; creía que insultar o reírse de una divinidad no es correcto, y como siempre intenta quedar bien hasta con quien no se sabe si existe, mejor dejarlo así. Llegando a su casa de nuevo sí que empieza a creer:

—Me lo dijo mi amigo Hugo; si al final va a ser verdad.

Llega y comprueba el saldo en cuenta corriente dejándolo clavado en su silla ergonómica de opositor flojo (siempre en puertas de pillar plaza); Figenio nunca ha sido un potentado, pero tampoco un sin vida, ya que su gobierno tiene fondos para dar y prestar a frescos como este personaje de barrio de clase media tirando a agachar la cabeza. Pertenece a una especie endémica del continente, los relajados a perpetuidad sin futuro que encontrar, y se lo toman con sosiego, casi con la sangre hecha grumos. En el caso de Figenio, de ser un derrochador consumido por la mala suerte para pasar a ser el campeón de los agarrados, ha pasado un poco de tiempo. Vive en una tierra donde el trabajador es un coste en vez de una inversión, y así nos va, encadenando contratos hasta llegar a no quererte para apenas nada, porque a esta gente no se le puede dejar tirada. El Gran Fige es el malabarista de la buena vida sin dinero para gastar, salvo en lo justamente necesario. Prueba de ello son las compras de comida que hace, contando las rebanadas de pan de molde que tiene que comer al día; lo lleva como dicen los jóvenes de ahora, al pelo, y si inmutarse. La mañana de la suerte tenía previsto un par de trozos de pechuga a la plancha y media manzana para no engordar, pero el golpe de suerte le ha dejado sin hambre, tiene que pensar de nuevo. Hace un esfuerzo y hace un par de tostadas que se acompañan con salchichón de oferta bañadas en un vaso de agua, sin dar para más. Entonces se acuesta en su sofá de tres plazas para dormir otra vez, costándole un poco, e imaginar lo que le viene encima. Se ve en una urbanización muy exclusiva donde los vecinos ni hacen ruido ni se acercan a pedirte sal; comen en los restaurantes de la zona todos los días, incluyendo los fines de semana con ropa moderna de mucha marca eso sí, por eso de no dar la nota. Fige está también que lo tira; se ha mudado a Jardín Edén, a su casa ideal, un chalet de dos plantas, cuatro dormitorios, salón comedor gigante para él, cocina independiente donde puede comer un equipo de baloncesto, no de fútbol, climatizada con calefacción de gas natural con radiadores en todas las estancias, y aire acondicionado de última generación garantía de frescura de diez años nada menos. Saluda a los que se encuentra en la acera del “resort”, la mayoría de ellos extranjeros, pero es igual, la educación ante todo:

—¡Buenos días!

A lo que responden lo mismo, en su idioma o en otro. Tiene el frigo con todos los caprichos que no ha podido permitirse en su vida, empezando por embutidos ibéricos de bellota, y carnes y pescados exclusivos de un supermercado fuera del recinto que los vende a precios todavía más únicos. La verdad es que son productos de la tierra, nada malos de calidad pero no excepcionales, así que da gusto agradar a la clientela que suelta auténticos dinerales para luego pensar cualquiera que los despacha:

—¡Menudos tontos son estos ricachones!

Es que la imagen lo es todo, y el contenido no cuenta para tanto. Fige ha cambiado su vestimenta con una colección de ropa que apabulla al más elegante; él no recuerda el día que se ha vestido para salir a pasear de esa guisa; y la verdad es que le cuesta decidir, menudo dilema:

—Es que no sé qué ponerme; me duele la cabeza y todo nada más pensarlo.

Ya empieza con las preocupaciones por tener demasiado de todo; muy de vez en cuando le viene a la memoria cuando con las cuatro cosas que tenía, le bastaba para ir feliz por la vida sin estresarse. Arranca su deportivo que llama la atención cada vez que baja a la ciudad, ¿a qué?, a no hacer nada, básicamente pasearse y quedar con sus amigos que se sienten un poco incómodos de ver a su Fige cambiado y no para bien, según las trazas. Les ha quitado las deudas a todos; en realidad solamente tiene dos amigos del alma que lo han aconsejado bien a la hora de buscar más, porque le van a salir los llamados sacabilletes si se mete en las páginas de amistad con y sin corazones. Menos mal que Fige conserva un poco de sensatez aún y se deja guiar por sus colegas. Han cambiado todos un poco, y es que el éxito mide con crueldad las relaciones personales, llegando a dejar en la cuneta las amistades más sólidas, salvo la de Figenio, Hugo y Carmelo, de momento. Suele ir una vez a la semana a comer con ellos pagando el millonario como es debido, y se pegan unos homenajes de aúpa en el mejor restaurante de la ciudad, con servicio de lavamanos individual, atendidos por estudiantes de hostelería que nunca pensaron iban a ser tratados con tanta altanería como lo hacen la mayoría de sus clientes; a Fige, Hugo y Carmelo los sirven con mucho gusto porque ven en sus caras que no son ricos de cuna ni pretenden serlo. De hecho les hablan casi de tú a tú:

—A ver si termináis los estudios pronto, quedamos un día y comemos en otro sitio; que os sirvan a vosotros también.

Era uno de los comentarios típicos de alguno de los tres, licenciados universitarios sin beneficio del título salvo de colgarlo en las paredes de las casas de sus padres, por eso del prestigio.

FIN Parte I


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