“Qué oscuro el borde de la luz
donde ya nada
reaparece”.
José Ángel Valente, Límite, 1970
La escena de apertura de Lost Highway de David Lynch es una visión de lo abierto y del tiempo rectilíneo kantiano. La autopista aparece iluminada por una conciencia. El movimiento se produce en el tiempo consciente. Mientras más rápido va la conciencia (luz) más se prolonga la línea del futuro (tiempo). Esta luz no sólo representa el devenir del futuro, sino el peso y el tormento del pasado. Fred está siendo perseguido por la policía por sus acciones pasadas mientras se dirige al futuro. Pero Fred no se mueve. Lo que se mueve es el coche, o más concretamente los faros del coche. Estas luces guían a Fred (y al espectador) hacia la nada, el límite desplegado, la muerte. Fred viaja a la velocidad de la luz, donde pasado y futuro se unen, donde su muerte es su origen, donde el continuo devenir se detiene.
Hechos de los Apóstoles (8:1-3): “Saulo estuvo de acuerdo con la muerte de Esteban, y ese día se desató una gran persecución contra la iglesia que estaba en Jerusalén, y muchos se dispersaron por las tierras de Judea y de Samaria, menos los apóstoles. Y mientras que unos hombres piadosos levantaron a Esteban y lo enterraron y lloraron mucho por él, Saulo hacía destrozos en la iglesia: entraba a las casas, y arrastraba a hombres y mujeres y los llevaba a la cárcel”. Cuenta Lucas que antes de llegar a Damasco, Saulo fue derribado de su caballo y cegado por una luz procedente del cielo. Oyó una voz que decía: “¡Saulo!, ¡Saulo!, ¿por qué me persigues?” Cuando Saulo preguntó quién hablaba, la voz replicó: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”, y le ordenó que se levantara y esperara instrucciones en Damasco. Esa luz parlante iluminó a Saulo, dedicado a machacar cristianos uno tras otro, y lo transformó en Pablo, un ferviente seguidor de Cristo. Tuvo una visión… cegadora. Lucas se esforzó por explicar que Pablo en realidad no vio a Jesús; dado que había sido cegado por la luz, únicamente oyó su voz. ¿Fue el dios de Pablo una luz que viajaba a la velocidad del sonido? En su libro San Pablo. El apóstol más incomprendido la teóloga Karen Armstrong escribe: “En lugar de llamar visión a su encuentro con Jesús en Damasco, Pablo lo vivió como un apocalupsis, una «revelación». Como la palabra latina revelatio, la palabra griega apocalupsis significa desvelamiento. Repentinamente se corrió un velo que estaba allí ocultando la realidad, pero que nunca antes había sido detectado. En Damasco, Pablo sintió que de sus ojos habían sido retiradas unas escamas y había adquirido una visión totalmente nueva de la naturaleza de Dios”. El desvelamiento apocalíptico de Pablo viajó a la velocidad de la luz, propagando la buena nueva del Dios Único a las naciones paganas, al mundo entero.
Para Einstein, la Unidad Absoluta que hace posible la medición del mundo físico es la velocidad de la luz. El padre de la criatura fue Abraham Michelson. La física moderna buscaba algo inamovible en el universo que pudiera servir de punto de referencia para el espacio. Una revelación divina, el motor inmóvil aristotélico. Michelson dio con el patrón absoluto: la luz. La luz parecía diferente a todas las demás cosas: no cambiaba y su velocidad se mantenía constante. Allá por 1440 Nicolás de Cusa pensaba que sólo existía el número 1, alrededor del cual se generaban todos los demás números. El 1 es Dios y Dios es 1, infinito, constante, invariable y aglutinador. En el capítulo cuarto de La Docta Ignorancia escribía lo siguiente: “No significan cosas distintas decir: Dios, que es la propia maximidad absoluta, es luz, que decir: Dios, que es máximamente luz, es mínimamente luz. Pues la maximidad absoluta, de otra manera, no sería todos los seres posibles en acto, si no fuera infinita y término de todas las cosas y por ninguna de ellas terminable”. ¿Es la luz constante e invariable de Michelson y Einstein el dios unitario y luminoso de Nicolás de Cusa? A Einstein le inquietaba que su teoría dependiera tanto de un solo número concreto. Al astrónomo francés Charles Nordmann le inquietaba todavía más: las mediciones de la velocidad de la luz mostraban que era constante en todas las direcciones y que no dependía del movimiento de su fuente. Pero ese resultado dependía de la definición de las unidades de tiempo y espacio a partir de las ondas de luz. El argumento parecía circular. ¿Se le apareció la luz a Einstein como a Pablo o dispuso de todo un mecanismo para que la luz apareciese como él quería? ¿Manipuló Einstein a la luz o tenía la luz autonomía propia? La buena nueva de la constancia de la velocidad de la luz se expandió por todo el Universo.
La física cuántica ayuda a deconstruir la física clásica (incluso en un mismo campo científico hay divergencias; la ciencia no es una, indivisible y perfecta). La teoría cuántica incluye al observador en la ecuación física e introduce dentro del paradigma científico un viejo problema filosófico: la percepción. El cartesianismo excluye al observador del conocimiento empírico y lo sitúa ante una estructura matemática y cuantitativa: el universo como un todo mecánico. Esta idea mecanicista y reduccionista sigue siendo la imperante hoy, pero la cuántica trata de desmontarla. El método científico (no hay un solo método, hay tantos métodos científicos como ciencias) de la física es la medición. ¿Cómo mide un físico? Con un aparato, esto es, con un artefacto fabricado para medir lo que se pretende medir (valga la perogrullada). El físico por sí solo es incapaz de medir nada. El gran filósofo orientalista formado en astrofísica Juan Arnau escribe lo siguiente en su fabuloso libro Materia que respira luz. Ensayo de filosofía cuántica: “El acto de medición en física no es un acto directo de la percepción. Se produce mediante un instrumento. La interacción entre el objeto y el instrumento tiene como desenlace una cantidad, un número. Los físicos experimentales utilizan la percepción en todo momento, pero, estrictamente hablando, no perciben el diámetro o el peso de un objeto, mucho menos el impulso magnético o el electrón; lo que perciben son objetos de diferentes clases, patrones de interferencia, un número en el monitor o la altura de la aguja en una escala. Es decir, no percibimos cantidades mensurables, de ahí que necesitemos instrumentos para obtener información de algo no perceptible. El físico puede ver gracias a la medición, pero no mira, sino que mide y registra los datos facilitados por un aparato”. El experimentador profesional positivista se siente satisfecho con que se cumplan las predicciones del algoritmo o la teoría mediante un aparato hecho ex profeso que mida sus proposiciones. Creyendo que va más allá, se queda más acá.
La supuesta percepción del científico-observador se produce únicamente gracias al instrumento medidor. Un ejemplo claro es la luz. ¿Onda o partícula? La conclusión del experimento de la doble rendija es que interferimos en el resultado según el modo en el que preparemos el experimento, es decir, depende de cómo la midamos. Si usamos un fotómetro el aparato nos dará los resultados de una partícula, si usamos un espectrómetro el aparato nos dará los resultados de una onda. La representación de la luz no es directa, está guiada por el instrumento que la mide, que a su vez está construido siguiendo las premisas de una teoría. No puede haber observación sin teoría, ni teoría sin experimento que la “verifique”. Observar, en el sentido físico, es pasar de lo perceptible a lo imperceptible, y sólo la teoría puede salvar esa brecha. Ambos, teoría y experimento, constituyen un mismo acto cognitivo. No existe el hecho empírico en sí. Nada puede medirse o visualizarse sin ayuda de premisas teóricas. La observación confirma la teoría, no el hecho. Dependiendo de las preguntas, teorías o hipótesis que haga el observador, el objeto observado se nos mostrará de una manera u otra. No vemos el mundo como es, sino que es como lo vemos. En este caso la luz es, ontológicamente, su observador. Para Planck la luz fue una vela, para Bohr la aurora boreal, para Einstein un “experimento mental”, para Pablo de Tarso una “voz cegadora”, para Fred una “conciencia en movimiento”…
Como buen hebreo, Einstein no podía liberarse de la idea de una ley universal. La velocidad de la luz no es una entidad cinemática y relativa a los sistemas de referencia, como cualquier otra cosa del cosmos. Su estatus es especial y participa de la inmutabilidad de la ley. Igual que Pablo se preguntaba cómo sería el mundo desde la perspectiva de su luz cristalina, Einstein se preguntaba lo mismo sobre la suya: cuando nos aproximamos a la velocidad de la luz, el espacio y el tiempo cambian; las longitudes menguan y los relojes van más despacio. Hasta el punto de que si alcanzáramos esa velocidad, si nos transformáramos en luz, el tiempo se detendría y las distancias desaparecerían. Los siglos y las eras del mundo se comprimirían en un ahora eterno, y todas las galaxias del espacio sideral se reunirían en un aquí. Más allá de las similitudes de la luz einsteniana con el dios agustiniano o anselmiano, las meditaciones de Einstein sobre la luz ayudaron a originar la física cuántica. Einstein no compartía la probabilística ni la incertidumbre que trajo consigo la cuántica y nunca confió en ella, era un spinoziano determinista: “Dios no juega a los dados”. La teoría cuántica profundiza en el misterio de la luz, pero no lo aclara. La cuántica introduce un espectro oscuro y enigmático en la luz. Ludwig Feuerbach escribe sobre el misterio del misticismo en su famoso libro La esencia del cristianismo: “Dios es espíritu puro, clara conciencia de sí mismo, personalidad moral; la naturaleza, por el contrario, es, por lo menos en parte, confusa, oscura, caótica, inmoral, o, por lo menos, no moral. Pero es una contradicción que lo impuro provenga de lo puro, y la oscuridad de la luz. ¿Cómo podríamos deducir de Dios estos factores que se oponen abiertamente a un origen divino? Sólo porque ponemos en Dios esta impureza y esta oscuridad, y diferenciamos en Dios mismo un principio de luz y un principio de oscuridad. Con otras palabras: sólo podemos explicar el origen de la oscuridad si abandonamos en general la idea de un origen, y suponemos la oscuridad como existiendo desde un principio”. ¿Salvó la luz a Pablo de esa oscuridad primigenia? ¿Es la cuántica una vuelta a ese origen “oscuro”? ¿Qué fue primero: la luz, la oscuridad o el ojo?
“Tenía que hacer frente a la luz de siete días: ¡un buen achicharramiento! Sí, siete días a la vez, las siete iluminaciones capitales convertidas en la vivacidad de un solo instante me pedían cuentas. ¿Quién hubiera imaginado eso? A veces, me decía: «Es la muerte; a pesar de todo, vale la pena, es impresionante». Pero a menudo moría sin decir nada. A la larga, me fui convenciendo de que veía cara a cara a la locura de la luz; esa era la verdad: la luz se volvía loca, la claridad había perdido el sentido; me acosaba irracionalmente, sin regla, sin objetivo”.
Maurice Blanchot, La locura de la luz, 1973
La perpetua y estática luz de Einstein ayuda a crear la huidiza y fugaz luz cuántica. Si asumimos el sentido común del físico, para el cual el universo es la materia y el movimiento, nos tropezamos con un extraño fenómeno, una excepción que socava los prejuicios contra lo inmaterial. La luz no puede reducirse ni a la materia ni al movimiento. La luz, como el interior de un agujero negro, es una singularidad en la que la física se niega a sí misma. La luz se resiste a encajar en las concepciones que han dominado la física y la filosofía modernas (sobre todo Newton y Kant). Juan Arnau en otro de sus fantásticos libros La fuga de dios: las ciencias y otras narraciones comenta: “Quizá la ambigüedad de la luz, ese estar aquí y allá, pertenezca a la naturaleza de la conciencia y de la condición humana. No en vano se ha demostrado que la dualidad onda-corpúsculo también vale para las partículas materiales; incluso hay átomos que se comportan como ondas. Quizá todos seamos onda y corpúsculo, y, en lugar de temer esa doble naturaleza, deberíamos celebrarla. La no-localidad, como advirtió Whitehead, no tendría que ser un problema. En la realidad cuántica se ha perdido la separabilidad, y cuando dos objetos han interactuado forman una nueva entidad única, «entrelazada». Algo parecido dijeron algunos filósofos indios sobre la condición humana: la persona se encuentra entrelazada con el origen”. ¿Cuál es el origen de la luz? “Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas”. Eso cuenta el Génesis bíblico. Pero ¿está separada la luz de las tinieblas?
El físico Arthur Zajonc explica en su imprescindible libro Capturar la luz. La historia entrelazada de la luz y la mente: “Como parte de lo que he llamado «Proyecto Eureka», un amigo y yo hemos diseñado y construido un dispositivo en el que se ve una región espacial llena de luz. Es un artefacto sencillo pero asombroso, compuesto tan sólo por una caja cuidadosamente diseñada y un potente proyector que arroja luz en su interior. Hemos puesto especial cuidado en que la luz no ilumine objetos ni superficies dentro de la caja. En el interior sólo hay una enorme cantidad de luz pura. La pregunta es qué se ve entonces, qué aspecto tiene la luz cuando aparece completamente sola. Me acerco al artefacto y enciendo el proyector, cuya bombilla y lentes se ven a través de un panel de plexiglás. El proyector envía al interior de la caja una luz brillante que atraviesa una serie de elementos ópticos situados junto a ella. Desde una ventana miro la luz que se concentra en la caja. ¿Qué veo? Una oscuridad absoluta. La negrura del espacio vacío. Fuera de la caja hay una manivela conectada a una vara que puede entrar y salir. Si tiro de la manivela, la vara destella en el oscuro espacio y uno de sus lados brilla y se ilumina. Es evidente que el espacio no está vacío, sino lleno de luz. Pero sin un objeto sobre el que incida la luz, sólo se ve oscuridad. La luz es invisible. Sólo vemos cosas, objetos, no la luz”. Zajonc pone también como ejemplo una conversación en la que preguntó a un astronauta qué veía cuando en sus paseos miraba hacia el espacio exterior. El astronauta respondió que si apartaba la mirada de la nave y de los aparatos vivamente iluminados, sólo veía negras honduras. La luz del sol estaba por doquier, pero no incidía en nada en particular y por tanto nada se veía. La luz, en su plena soledad, es oscuridad. ¿Cómo desvelamos esa oscuridad?
Empédocles ofrece una particular genealogía de la visión: Afrodita modeló nuestros ojos con los cuatro elementos, que unió con remaches de amor. Después encendió una llama en su interior y la protegió con paneles de vidrio; luego, lo insertó todo en el globo ocular: “Así entonces el antiguo fuego, encerrado en membranas y en finos velos, se recluyó en la redonda pupila, velos éstos que estaban perforados por milagrosos paisajes. Ellos preservaban el agua profunda que fluye en torno de la pupila, pero dejaban pasar el fuego, en tanto que es más sutil”. El ojo es una lámpara que irradia su propia luz. Ver es entender. En griego antiguo theoria significaba, literalmente, contemplar. En este contexto, una teoría abstracta, que no se pudiera ver, sería un contrasentido (las matemáticas por ejemplo). La luz de la razón y la de la imaginación no son la misma. El acto de percepción participa en la elaboración del sentido: la visión entraña un movimiento desde el ojo hacia fuera. Goethe defendía en su teoría de los colores que el color es el resultado de la resistencia del medio opaco a la luz y no de la absorción de la luz como señalaba Newton. Los colores nacen allí donde la luz se encuentra con la penumbra. El descubrimiento se produjo cuando miraba una pared blanca a través de un prisma: la luz y la oscuridad se unían para crear el color. Según Goethe no existen las ilusiones ópticas: éstas encierran la verdad sobre la visión, ya que ponen de manifiesto el encuentro entre la luz interior y la exterior, entre el ojo humano y el ojo solar. La luz es formadora: bajo su influencia crecen las plantas, pero también los ojos. Si el ojo no estuviera hecho de luz no podría percibir: “no existiríamos si ella no nos viese”. La mirada está formada por la luz y para la luz. La luz nos observa y se mira a sí misma a través de nosotros. ¿Es la visión una condición que otorga la comprensión y el encuentro con la verdad?
La concepción platónica de la visión insiste en que sin luz interior, sin una imaginación que forme y configure, somos ciegos. Ver implica prever. La luz de la naturaleza (exterior) y la luz de la mente (interior) son inseparables. El mito que Platón recoge en el Protágoras lo explica: El titán Epimeteo (cuyo nombre significa “pensamiento retrospectivo”) otorgó a cada animal una facultad para protegerse y sobrevivir: el caparazón a la tortuga, el aguijón a la abeja y las garras al tigre. Cuando llegó el turno del hombre, no quedaban destrezas que repartir y el ser humano quedó desnudo y desarmado. Prometeo (cuyo nombre significa “pensamiento prospectivo”) acudió en su ayuda y robó el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres. La luz de Zeus pasó a pertenecerles, pero hubo que asumir riesgos: aunque el nuevo don calentaba e iluminaba, también podía cegar y abrasar. Precisamente será un rapsoda ciego, Homero, el que encienda el fuego de la imaginación griega. Edipo es la figura opuesta a Sócrates: si este sabe que no sabe nada, Edipo no sabe que no sabe nada. Su determinación lo aleja, paradójicamente, de la verdad. Escribe Paul Ricoeur: “El núcleo de la tragedia no es el problema del sexo, sino el problema de la luz”. Mientras Edipo cree ver, está ciego; es Tiresias, el vidente ciego, el que puede ver revelándole la verdad: “Eres el criminal que infecta esta tierra (…) El asesino de ese hombre, el que buscas, eres tú (…) Tu maldad viene de ti”. La ceguera a la que se somete después de la revelación de Tiresias denuncia su culpa irremediable: “¡Oh, luz, te veo ahora al final de todo, ahora que me he descubierto nacido de quienes no debía, cohabitando con quienes no debía, dando muerte a quien no debía!”. Edipo emerge de la oscuridad del no saber y puede ver por fin lo que ha logrado. Su identidad como rey, padre y liberador se invierte en la de un hijo parricida e incestuoso, destinado a vivir como un réprobo. ¿Cuánta verdad puede soportar un hombre? En el caso de Edipo, la revelación de la verdad coincide con la realización de su destino; su inocencia se convierte en su culpabilidad, la verdad no solo es luz que libera la visión, sino que puede ser también tan insoportable como para hacer imposible toda visión.
El físico alemán Heino Falcke explica lo siguiente en su libro La luz en la oscuridad. Los agujeros negros, el universo y nosotros: “En nuestro cielo, todos los planetas, pero también el Sol y la Luna, se mueven a lo largo de la misma línea, como si existiese una pista de carreras planetaria. A esta línea invisible la denominamos “eclíptica”, la palabra griega para “desaparición, ausencia u oscurecimiento”. Este término se remonta a los eclipses de sol que pueden observarse en esa zona. La eclíptica existe porque todos los planetas giran en un plano alrededor del Sol. Marcan un disco virtual de dimensiones astronómicas. La propia órbita terrestre forma parte de este disco y, como nos encontramos sobre él, se nos aparece solo como una estrecha línea en el firmamento, igual que un viejo disco de vinilo que observáramos desde un lateral”. De manera muy gráfica Falcke expone cómo los planetas (etimológicamente “errantes o vagabundos”) se mueven en un terreno invisible alrededor del Sol, la luz más intensa y grande que conocemos. Esa enorme Luz contiene las sombras de los planetas. En sus Escritos alemanes sobre la sabiduría, Leibniz exponía lo siguiente en su texto De la verdadera teología mística: “La mayor parte del saber y la invención pertenece a la vía de la sombra: historias, idiomas, costumbres humanas, usos de la naturaleza. También hay algo de luz en esta sombra, pero pocos pueden participar de ella”. Lo más sugerente surge de las sombras. Si bajamos la temperatura al cero absoluto, el vacío tiembla ligeramente emitiendo un tipo particular de luz llamada energía de vacío, esencial tanto para la teoría cuántica como para los modelos cosmológicos (para muchos es la responsable de ese impulso que llamamos “expansión del universo”). Hasta en la más profunda de las sombras parece haber luz oculta. Cuando miramos el cielo estrellado sobre nuestras cabezas, vemos la luz de las estrellas brillando en la oscuridad de la noche sin pensar que es generada por algo ya muerto. La luz como sedimento de la muerte, como presencia viva de una ausencia. ¿No es la genuina Obra de Arte, la Poesía, algo que guarda en la luz el secreto de la sombra? ¿No es acaso la sombra sangre de la luz?
* Gracias a Carol por su inestimable ayuda en la corrección y revisión de este texto.
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